La tarde en que, en mala hora, salí a navegar por el fiordo de Oslo soplaba una brisa que helaba el corazón. Sentadas a la misma mesa de cubierta que yo, una tripleta de psicólogas vizcaínas que habían tenido la desafortunada ocurrencia de apuntarse ese día al “crucero de las gambas”, no paraban de sacar camisetas del fondo de un bolso y enfundárselas, una tras otra. Yo contemplaba la escena con la fascinación que siempre me producen los prestidigitadores cuando sacan cosas de su chistera. Sugerí a las chicas que nos mudáramos a una cubierta inferior, que parecía algo más abrigada. En el tránsito, descubrí una pila de frazadas y, sin pensármelo dos veces, repartí unas cuantas entre mis nuevas amigas, reservándome dos para mí: una para las piernas, que uno ya es mayor y coge muchos fríos por ahí, y la otra la volteé alrededor de los hombros como la túnica de un santón. Bueno, ya estaba abrigado, pero también absolutamente incapacitado para negociar las gambas que llenaban mi plato. El asunto no representó ningún problema porque no acostumbro a comer crustáceos. Sin embargo, los callados japoneses de enfrente no paraban de mirarme desafiantes entre gamba y gamba, como diciendo “Tío, te vamos ganando por quince a cero”.
En fin, por no alargarme más, tras las gambas vino lo peor: una aceptable soprano, que se reía muy bien de su propios chistes, y un espigado tenor que cantaba con pasión (y sin compasión) las solemnes arias de Hendel, robándonos esa magnífica música de fondo que es el silencio cuando se trata de disfrutar los hermosos paisajes del fiordo de Oslo al atardecer. Pero en esa ciudad todo gira ahora alrededor de la Ópera. Ese inmenso ‘iceberg’ de mármol blanco varado en el fondo del fiordo está transformando la ciudad. Y no hablo sólo de urbanismo. Los noruegos han descubierto de pronto que la ópera es lo mas chic del mundo y no hay nada más difícil allí que encontrar una entrada para cualquier representación. La arquitectura del nuevo teatro es plana e intrascendente cuando se ve desde el tren. Es obvio que el edificio ha sido concebido para ser mirado (y admirado) desde el mar. Por eso, cuando ‘Helena’, nuestro viejo cascarón de madera, dobló el último saliente y apareció ante nuestros ojos la perfecta geometría de aquel inmenso ‘iceberg’ resplandeciente, comprendimos de inmediato que estábamos ante una obra magnífica, llena de aristas planas e inclinadas que permiten recorrerlo en toda su periferia e incluso subirlo como quien trepa una colina, ya que algunas de esas aristas son en realidad enormes rampas que llevan a la plataforma superior.
En fin, que el crucero terminó felizmente y arribamos a puerto a las diez ¿de la noche?, bueno más parecía del día porque en esta época del año las noches blancas de Oslo prolongan la luz hasta muy tarde. Cualquiera en su sano juicio se hubiera ido derecho a cenar, pero mis nuevas amigas vizcaínas decidieron que una de gambas ya estaba bien, sin caer en la cuenta de que yo no las había probado. Tanto da. Me fui a la cama sin pena, ya que al día siguiente tocaba madrugar para seguir recorriendo los museos y las calles de esta maravillosa ciudad. Les recomiendo que no dejen de venir por aquí a la primera oportunidad. Oslo es como las amigas de Berlusconi: muy atractiva, aunque un poco cara. La próxima semana se lo cuento con más detalle.
P.D.: La Ópera de Oslo tiene programados conciertos para octubre y noviembre/21
Escucha aquí mis Crónicas de un nómada en Radio5 (RNE)
Europa