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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Las biografías más verdaderas son las inventadas

Emilio de Miguel Calabia el

Supuestamente, si uno lee los testimonios sobre una persona, analiza sus creaciones, las cartas que escribió, los cuadros que pintó, si habla con sus amigos y con sus deudos, al final podrá decir que conoce a esa persona y estará en condiciones de escribir su biografía.

Así pensaba yo antes. He leído biografías buenísimas como la de Richard Ellman sobre Oscar Wilde, la de Michael Block sobre Ribbentrop o la de Henry Scott Stokes sobre Mishima. Las he leído bastante menos buenas como la de Miquel Dalmau sobre Jaime Gil de Biedma o la de Jose Luís Gonzalo Sánchez-Molero sobre Felipe II (“Felipe II: la mirada de un rey”). Las he leído tan encomiásticas, que más parecían una hagiografía, como la de Mary Renault sobre Alejandro Magno, y otras tan denigrantes que parecía que el autor tuviera algo personal contra el biografiado, como la de Eduardo Gil Bera sobre Baroja (“Baroja o el miedo”)… Y después de tantas lecturas ahora sé que la biografía, incluso la mejor hecha, se diferencia en muy poco de una novela.

Si es imposible conocer realmente al vecino del quinto (la de sorpresas que dan los vecinos del quinto, que parecían tan buenas personas y de pronto uno les ve en el teledario detenidos por haber liderado una secta satánica que cometía safrificios humanos), conocer a un biografiado, del que nos separan décadas y fronteras, me parece casi imposible.

El maestro Gurdjieff decía que no podemos sentir que somos un yo, porque estamos escindidos en tres partes: el sentir, el pensar y el querer. A Jaime Gil de Biedma le rechinaba el misterio de la Santísima Trinidad, porque tres personas para Dios le parecían muy pocas, cuando el propio Gil de Biedma podía ser seis o siete entre el desayuno y la hora de almorzar. Lawrence LeShan en “Psicología del arte de la guerra” recuerda que el científico racionalista del laboratorio, puede ponerse a rezar a Dios cuando su hija está gravemente enferma. En resumen, que decimos que tenemos un yo, porque es lo más cómodo para moverse en sociedad y además todo el mundo parece tener uno. La realidad es que hay la apariencia de un yo, que siempre está cambiando y desdoblándose, que es uno en la oficina, otro distinto en el hogar y aún un tercero en el bar con los amigos. Adiós a la idea de que uno puede juntar las piezas del puzzle que es una persona y obtener un retrato fidedigno.

¿Significa esto que escribir biografías ya no es posible? Bueno, si no nos las tomamos demasiado en serio y aceptamos con humildad que nunca podemos conocer realmente al personaje, podemos seguir escribiendo biografías con el mismo gusto con el que aún escribimos novelas. Es más o menos con ese espíritu que Alberto Savinio escribió en 1944 “Maupassant y «el otro»”.

La culpa de todo la tuvo Nivasio Dolcemare, que nació el 25 de agosto de 1891 en Atenas con el raro don de experimentar un sentimiento de continuidad con los grandes próceres y pensadores del pasado. Es más, en el interior de Nivasio, estos genios evolucionan a mejor: Platón “está curado de ese prejuicio de casta que le hizo dar a su república un matiz racista”; “Voltaire ha adquirido un sentimiento más verdadero y hondo de la poesía” y yo añadiría que seguramente también se habrá vuelto algo menos cínico y frívolo; Nietzsche “ha comprendido lo falso, lo inmoral, y sobre todo lo estúpido, lo «estúpido, demasiado estúpido» de la voluntad de poder” y se ha vuelto más tierno y más lírico. En este elenco de habitantes de Nivasio faltan Homero, Dante, Shakespeare y otros similares, que están al margen del tiempo y de la vida humana y son como oasis en sí mismos. A Nivasio le preocupa que pueda haber solapamientos entre su vida y la de sus habitantes y por ello examina que hayan muerto antes de su nacimiento. Por eso le causó desazón darse cuenta de que uno de sus inquilinos, Guy de Maupassant murió en 1893, cuando él llevaba dos años en el mundo. Esta duda se disipó cuando advirtió que la locura había hecho que Maupassant dejase de ser Maupassant en 1891, justo antes de que él naciera.

Con esta introducción Savinio se lanza a esbozar una biografía acelerada de Maupassant que esclarece el personaje mucho más que otras biografías que he leído. Quien busque saber qué notas sacó en latín el joven Maupassant o el nombre de la prostituta con la que perdió la virginidad (Maupassant era muy putero, así que entra dentro de lo probable que el primer sexo lo tuviera con una prostituta) o el nombre de su primer editor, puede ir comprándose otro libro.

Savinio prefiere darnos un Maupassant impresionista, construido a partir de algunos trazos significativos, y el personaje que nos transmite tiene una realidad mayor que la que hubiera podido darnos un Maupassant escrito por un sesudo académico que le hubiera dedicado diez años de su vida (o más probablemente treinta, que los académicos son personas muy obsesivas y funcionan un poco como las arañas, no dejando que se les escape ningún dato, por nimio que sea, que haya podido caer en sus redes).

Empecemos por el físico de Maupassant, que en el libro de Savinio es casi un protagonista más, lo que me parece correcto. Bastante daño ha hecho Platón con su empeño en escindir cuerpo y espíritu y no querer ver que somos la suma de ambos. Una descripción del físico de una persona a menudo se aproxima a una descripción moral.

Lo que sigue a continuación es una amalgama de comentarios de contemporáneos suyos sobre su físico: “Es bajo de estatura, o al menos parece bajo, pues tiene grande la cabeza y largo el busto. Está mejor sentado que de pie. Tiene una musculatura de atleta tan desarrollada que un día  un luchador le confundió con un colega. Bajo la chistera, sus cabellos son abundantes y algo rizados. Tipo físico estilo Segundo Imperio: espaldas anchas, cuello hundido entre los hombros, ademanes de luchador o de albañil, una manera de adelantar la cabeza que denota determinación e iniciativa, un aire de tener que morir bruscamente después de haber vivido larga y plenamente.”

Maupassant tuvo una madre y dos padres que, además, se llamaban ambos Gustave. Su madre, Laure, se divorció a los 35 años, harta de que su marido fuera muy activo sexualmente, pero siempre fuera del hogar. Sin pareja desde ese momento, Laure descargó sobre su hijo primogénito todas sus reservas de amor. En contraprestación, Maupassant sólo pudo ver a su madre como mujer; el resto eran simplemente hembras.

Gustave de Maupassant, frívolo y mujeriego, se vio pronto apartado de su hijo Guy, pero no parece que le afligiese demasiado. Laure ejercería de padre, salvo en el terreno literario donde el padre de Maupassant sería Gustave Flaubert. Maupassant siempre reconoció esta deuda: “Trabajé siete años con Flaubert sin publicar una línea. Flaubert me enseñó nociones literarias que ni en cuarenta años de experiencia hubiera podido adquirir”. Bueno, Flaubert también le daría cariño y una amistad sincera.

Como escritor Maupassant, está siempre a ras de suelo. Savinio repite en varias ocasiones la imagen de Maupassant como un toro. Sí, al igual que los toros, era musculoso y fuerte y, como ellos, no acostumbraba a elevar la testuz para mirar al cielo. Su vida y su literatura estaban ancladas a la tierra. La derrota de Francia en la guerra franco-prusiana de 1870-1871 fue lo único que aguijoneó lo suficiente a Maupassant como para llevarle a escribir relatos más sublimes. Algunos de sus mejores relatos (“Bola de sebo”, “La cama 29”, “Mademoiselle Fifi”) extraen su inspiración de esa derrota.

Aparte de eso, Maupassant es ante todo un fotógrafo, lo que en lenguaje de Savinio parece querer indicar que Maupassant retrataba la realidad y no desdeñaba ni trataba de eliminar los aspectos más sórdidos de esa realidad. Pero no había creatividad ni imaginación por detrás. Pienso que el realismo choca con el siglo XXI. Hemos aprendido a desconfiar de la realidad; sabemos que por debajo de lo aparente se esconde lo no-dicho, lo inconsciente, lo soñado. Si uno ya no se puede ni fiar de los electrones, que ni están seguros de si son onda o partícula, es que la realidad es menos real de lo que creíamos. Bueno, no nos adelantemos, el realismo y el naturalismo era lo que estaba en boga en tiempos de Maupassant. La nueva sociedad burguesa nacida de la Segunda Revolución industrial y del triunfo del parlamentarismo, quería que la describieran tal y como era. La novela burguesa reemplazó a las crónicas cortesanas y a la épica aristocrática. Y algunos, los naturalistas, y con ellos Maupassant, fueron un poco más allá en su descripción de la sociedad burguesa y la pintaron tal cual era, con verrugas y todo.

Una ironía es que este hombre tan bovino y pegado a la tierra, tuviera una relación especial con el mar o más bien el agua. Puede que hubiera algo de predestinación. Cuando su padre Gustave le busca una posición que pudiera darle de qué comer, le encuentra justo un puesto en el Ministerio de Marina. Más tarde, rico, se compraría un balandro y fue desde el balandro, cuando, con el catalejo vio por última vez a su padre, que estaba paseando por el muelle

En el terreno amoroso Maupassant es un carnal pantagruélico (Savinio considera que el adjetivo “sensual” es demasiado refinado para él). El mejor piropo que le podía dirigir a una mujer es que es de buenas carnes, o sea, rellena. En su vida prevalece la cantidad sobre la calidad. Follaba y follaba y, según Savinio, se comportaba “como el gallo con las gallinas, como el ministro con las cartas que le presentan los directores de los diferentes departamentos, a cuyo pie estampa la firma, sin siquiera leerlas”. No se le conocen a Maupassant enamoradas. Se diría que todo el amor del que era capaz lo depositó, y de manera exagerada, en su madre.

Un biógrafo al uso diría que en sus últimos años la sífilis que venía sufriendo desde su juventud terminó por afectarle el cerebro y le enloqueció. Savinio, más poeta, dice que es entonces que emerge en su interior “el otro”. “Para nosotros, que sabemos que dentro de este hombre que ha perdido ya la antigua prestancia del toro y que no es más que un torpe y soñoliento buey negro, se oculta otra criatura que poco a poco le dominará interiormente y lo abatirá y que desde ahora usque ad finem, todo aquello que diga el buey negro, o por lo menos lo principal, las cosas más importantes, las cosas nuevas, no será él quien las diga, sino el otro.

El otro llevaba algún tiempo operando, de alguna manera hacía tiempo que dos voces pugnaban dentro de Maupassant. En cuentos como “Las hermanas Rondoli “Ese cerdo de Morin” o “Mi tío Sosthène” “destaca de vez en cuando la voz mucho más aguda, mucho más penetrante, de mucho más calado del Maupassant número dos…” Al comienzo el otro es tan discreto que Maupassant piensa que sus sugerencias son ideas que a él se le han ocurrido. Pero el otro posee una imaginación más poderosa y acabará dominando la escritura de Maupassant y llevándola por derroteros más elevados.

No contento con eso, el otro se enseñoreará de la vida de Maupassant, que acabará convertido en una cáscara vacía en la que vivirá el otro. Me gusta más este final para Maupassant que el que contaría un biógrafo al uso: murió en un asilo, víctima de la sífilis el 6 de julio de 1893, a los cuarenta y dos años.

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