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Hubris (y 5)

Emilio de Miguel Calabia el

El 29 de enero de 2002 Bush pronunció su primer discurso sobre el estado de la Unión. Fue un discurso efectista e inteligente. Comenzó recordando que el país estaba en guerra, la economía en recesión y que el mundo civilizado se enfrentaba peligros sin precedente, pero, a pesar de eso, el estado de la Unión nunca había sido más fuerte. La reciente victoria en Afganistán le permitió introducir una nota de orgullo y optimismo y de encomiar el poderío militar de EEUU. Pero, para que la población no se durmiese en los laureles y mantuviese la tensión bélica, recordó que “nuestra guerra contra el terror está sólo en sus inicios.”

En el primer tercio del discurso introdujo el famoso “eje del mal”: Corea del Norte, Irán e Iraq (en ese orden los citó); mientras que a los dos primeros les dedicó sólo dos líneas, a Iraq le dedicó siete. El terreno se iba preparando para la invasión.

David Frum, que formó parte del equipo que redactó el discurso, en un artículo publicado en The Atlantic el 29 de enero de 2022, dijo qué ideas subyacían al concepto de “eje del mal”. En primer lugar quería dejar claro que la principal amenaza venía de Estados hostiles, no de terroristas, pero esos Estados y sus aliados terroristas representaban una amenaza que se solapaba. Finalmente, el concepto pedía que se viese el terrorismo como un arma de poder, no como el mero resultado de unas condiciones geopolíticas adversas (pobreza, hambre…).

La pregunta del millón es si para entonces la decisión de invadir Iraq estaba ya tomada. El periodista Robert Draper publicó un libro en 2020, “Para comenzar una guerra”, en el que, después de haberlo investigado, dice que desde el principio Bush fue hostil a Saddam, pero que no tenía una política decidida sobre qué hacer con el dictador. El 5 de abril de 2002 en una entrevista dijo: “He decidido que Saddam tiene que irse”, pero según Draper todavía no había decidido ni el cuándo ni el cómo. En cambio, Bob Woodward en “Plan de ataque”, publicado en 2004, dice que en los dos meses siguientes a la entrada de tropas norteamericanas en Kabul Bush pidió a un círculo selecto que preparasen un plan de guerra para Iraq. Dada la obsesión neocon y del propio Bush con Saddam e Iraq, me resulta más convincente la versión de Woodward.

La marcha hacia la guerra de Iraq fue muy distinta de lo que había sido la marcha hacia la primera Guerra del Golfo. En aquel entonces George H.W. Bush había tratado de crear una coalición internacional y de hacerlo todo por el conducto de NNUU. Fue tan respetuoso con el orden internacional y la necesidad de no alienarse a sus aliados que no entró en Bagdad y no derribó a Saddam porque NNUU no le había otorgado mandato para hacerlo. Fue algo que los neocons le reprocharían, cuando para mí fue uno de los grandes momentos de la Pax Americana: aunque tendría la fuerza de hacerlo, me abstengo porque creo en el orden internacional basado en normas.

W. Bush también intentó recurrir a NNUU para que validase la invasión de Iraq, pero a lo largo del ejercicio el mensaje subyacente que la gente entendió fue: invadiremos sí o sí, con aliados o sin ellos. Era el triunfo del unilateralismo defendido por los neocons. EEUU no debía dejar que la comunidad internacional o sus aliados retringieran su libertad de acción.

La invasión de Iraq fue el culmen de los sueños neocon, pero también marcó el límite más allá del cual no pasarían sus ambiciones desbocadas. Richard Perle, que presidía el Comité Asesor de Política de Defensa y asesoraba al Secretario de Defensa Rumsfeld, declaró: “Habiendo destruido a los talibanes, habiendo destruido al régimen de Saddam, el mensaje para otros es “Tú eres” el siguiente. Dos palabras. Una diplomacia muy eficaz.”

Hay quienes han sugerido que el siguiente era Irán. Había muchos neocons que le tenían ganas y que deseaban tras el paseo militar que fue la invasión de Iraq, repetir la experiencia con Irán. Algunos de ellos iniciaron una campaña de propaganda semejante a la que se había lanzado contra Iraq antes de la guerra. No obstante, en aquellos momentos Irán no estaba en el punto de mira de la Administración Bush. No creo que la Administración Bush hubiese invadido nunca Irán, porque sabía que era un hueso mucho más duro de roer que Iraq. Además, para cuando el programa nuclear iraní se convirtió en una fuente mayor de preocupación, la posguerra en Iraq se había convertido en un pandemónium que tenía atados a los norteamericanos.

La invasión fue fácil. El Ejército iraquí era un tigre de papel: tropas demoralizadas, armamento obsoleto, aviones sin mantenamiento (he leído que los pilotos se inventaban enfermedades los días que tenían que volar, porque no se fiaban de los aviones)… La guerra duró 41 días y muchos iraquíes recibieron a los norteamericanos exultantes por haberse librado de Saddam Hussein y ante la perspectiva de que las sanciones internacionales terminarían y sus vidas volverían a ser normales. Esto fue lo único que salió conforme a lo planeado.

El principal responsable de la posguerra iraquí fue un neocon, el Subsecretario de Defensa Douglas Feith. Según el general Tommy Franks era “el tipo más jodidamente gilipollas sobre la faz de la tierra.” Uno de los fundamentos de Franks para decir eso fue la inteligencia defectuosa que proporcionó tanto para la guerra como para la posguerra. Posiblemente eso se debiese a su exceso de confianza en el marrullero Ahmed Chalabi.

Iraq fue para los neocons un sueño hecho realidad. Tenían en sus manos uno de los principales países de Oriente Medio y tenían libertad absoluta para darle la vuelta como un calcetín. Implantarían la democracia y el libre mercado. Iraq sería la primera etapa en la remodelación democrática de Oriente Medio.

En enero de 2020 comenté aquí el libro “Zona verde” en el que el periodista Rajiv Chandrasekaran cuenta lo mal que se gestionó la posguerra por una mezcla de arrogancia imperial, que llevó a no escuchar a los iraquíes, y de desconocimiento de la situación sobre el terreno, que generó errores desde el primer día. Lentamente fue poniéndose de manifiesto que la invasión y la administración del Iraq de posguerra habían sido sendas pifias. La estrella de los neocons empezó a apagarse.

El desastre de Iraq hizo que empezasen las críticas desde varios campos contra los neocons que habían secuestrado la presidencia de W. Bush. Incluso el propio Francis Fukuyama, tenido por neocon, criticó acerbamente un discurso que Krauthammer pronunció en febrero de 2004, proclamando la victoria en Iraq. Lo más suave que le dijo fue que su discurso estaba “extrañamente desconectado de la realidad”.

El PNAC cesó sus actividades en 2006, aunque las ideas neocons pervivirían en los círculos habituales inasequibles al desaliento.

Algunas consideraciones finales:

La guerra de Iraq supuso un punto de inflexión mayor. Fue el momento en el que EEUU echó por la borda su victoria en la Guerra Fría. El unilateralismo y la arrogancia con las que se comportó irritaron a muchos en la comunidad internacional. El daño hecho no se enmendaría hasta la presidencia de Obama y, aun así, sólo parcialmente. La imagen de EEUU como un hegemón benévolo cayó por tierra. Todo imperio debe transmitir una imagen de victoria. Lo que en el siglo XVI se denominaba el “prestigio” fue lo que llevó a los españoles a guerrear durante ochenta años una guerra imposible con los rebeldes holandeses; todo antes que aceptar la derrota. Y luego está el coste económico. El Premio Nobel Joseph Stiglitz estimó que el coste había sido de 3 billones de dólares.

La ironía de todo esto es que el mismo grupo que había ideado una estrategia para que perdurase la hegemonía incontestable de EEUU, logró con sus acciones que esa hegemonía comenzase a ser puesta en cuestión. Los dioses tienen una manera peculiar de reírse de quienes caen víctimas de la hubris.

 

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