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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Ganando tiempo

Emilio de Miguel Calabia el

“Buying time. The delayed crisis of democratic capitalism” es un libro que el economista alemán Wolfgang Streeck escribió en 2012 y cuya tesis principal es que desde los años 70 el capitalismo en su versión neoliberal se halla en una huida hacia delante con el fin de escapar de los problemas que él mismo crea y evitar tener que reformularse.

Todo empezó cuando tras la II Guerra Mundial se creó eso que dio en llamarse “la economía social de mercado”, que permitió la reconstrucción de la posguerra y la mejora de los niveles de vida bajo unos presupuestos keynesianos. Streeck apunta que en esos años se cometieron dos errores garrafales. El primero fue sobreestimar la capacidad del Estado para planificar y actuar en el sector económico. El segundo fue subestimar la capacidad del capital de convertirse en un actor por derecho propio y con una estrategia a largo plazo.

A finales de los sesenta empezaron a advertirse las primeras fallas en el modelo: las tasas de crecimiento descendieron, al tiempo que aumentaba la conflictividad social. Esos incipientes problemas se vieron agravados cuando en 1973 se produjo la primera crisis del petróleo, que trajo un fenómeno nuevo: inflación con desempleo (la teoría económica afirmaba que había una correlación entre la inflación y el desempleo tal que uno sólo tenía que escoger qué nivel de inflación estaba dispuesto a tolerar para conseguir el nivel de desempleo deseado). En ese momento el capital estimó que había llegado el momento de liberarse de las restricciones que se le habían puesto tras la guerra y consideró de qué manera podría recuperar la dinámica de acumulación. Se pusieron en esos años las bases del neoliberalismo, cuyas recetas serían desregulación, privatización y expansión de los mercados autorregulados. El capital se sacudió las obligaciones que había adquirido en la posguerra para mantener el contrato social. Era inaceptable “renunciar a beneficios para asegurar el pleno empleo” u organizar las líneas de producción “de forma que proporcionasen empleos seguros con salarios altos y diferenciales bajos”.

Según Streeck, ante la ralentización del crecimiento y la escasez del capital productivo, se recurrió a la inflación para mantener la paz social en una sociedad de cada vez mayor consumo, permitiendo que los salarios crecieran más que la productividad. La inflación creó un espejismo de riqueza, que acabaría secándose. La manera de cortar la inflación fue la subida de los tipos de interés, que conllevaron recesión y paro. “La deflación de las economías capitalistas nacionales respaldada por el desempleo duradero y las reformas neoliberales en el mercado laboral, trajeron a nivel global un declive de la sindicación que hizo de la huelga una herramienta casi inutilizable en los conflictos por la distribución [de la riqueza]”

Para seguir proporcionando los bienes sociales que la sociedad reclamaba, el Estado dejó de depender tanto de los impuestos, que repelían a un capital que cada vez se iba haciendo más poderoso, y comenzó a recurrir a la deuda pública. En un contexto deflacionario, endeudarse no era tan grave. Además, la desregulación de los mercados financieros permitiría la generación de suficiente capital como para cubrir las necesidades de la deuda pública. La receta keynesiana de gasto público para asegurar un adecuado nivel de ocupación se convirtió en deuda pública.

A comienzos de los 90, el ritmo al que iba subiendo la deuda pública comenzó a preocupar y comenzaron las políticas de contención del gasto, que en EEUU inauguró el Presidente Clinton que consiguió reducir la relación deuda pública/PIB en 10 puntos porcentuales. Las familias no percibieron esta contención del gasto público ni advirtieron que sus salarios reales no crecían. El crédito se había vuelto tan barato que se podía recurrir a él para mantener e incluso incrementar los niveles de consumo. Por otra parte, la burbuja inmobiliaria creó en muchos el espejismo de que se habían vuelto ricos de la noche a la mañana. De pronto sus casas habían triplicado su valor y era factible pedir un crédito hipotecario para darse el gustazo de visitar las cataratas de Iguazú.

Y así llegamos a la crisis de 2008 en la que nos dimos cuenta de que habíamos vivido un espejismo y la realidad era que estábamos arruinados.

Para considerar cómo reaccionaron los Estados a la crisis, es preciso revisar los comentarios que hace Streeck a la relación entre capitalismo y democracia, porque mucho de lo que ha sucedido económicamente desde finales de los sesenta, no se entiende bien si no tomamos también en cuenta la evolución de la política. Lo esencial es que en estos años se ha roto el matrimonio que había forzado el Estado entre capitalismo y democracia, se ha producido una “emancipación progresiva de la economía capitalista de la intervención democrática”, ha tenido lugar un “creciente aislamiento de la economía de la democracia de masas”.

Durante la Guerra Fría se decía que había una correlación entre democracia y capitalismo. El Estado intervenía en la economía de mercado para conseguir objetivos democráticamente determinados en beneficio del conjunto. Había una justicia de mercado, para que cada cual se viese retribuido en función de su aportación real y había una justicia social que respondía “a ideas colectivas de equidad, corrección y reciprocidad” y respondía a “las demandas de unos medios de vida mínimos con independencia de los resultados económicos o la productividad”.

Como antes señalé, siguiendo a Streeck, con la crisis de 1973 el capital empezó a liberarse de las cadenas con las que le había sujetado el consenso de posguerra. Con la aparición del Estado endeudado, en lugar del Estado impositivo, el capital adquirió una importancia renovada y se independizó todavía más de la tutela estatal, al tiempo que aumentaba la dependencia de los Estados de los inversores internacionales. Dice Streeck:

“… Las políticas de liberalización que todos los gobiernos en el mundo capitalista (tanto conservadores como social-demócratas) habían adoptado a la altura de los 90 como muy tarde se suponía que traerían prosperidad en el largo plazo, mediante la adaptación a gran escala de la sociedad a las nuevas condiciones de producción exigidas por un capital cada vez más móvil. Lo que pasaron por alto fue la muy limitada compatibilidad del capitalismo con la democracia y el hecho de que sólo podía conseguirse [esa compatibilidad] mediante una regulación e intervención políticas estrictas y efectivas…”

El Estado endeudado también llevó a un aumento de la desigualdad. La reducción del Estado impositivo se hizo reduciendo los impuestos sobre todo a quienes más tenían. Era el espejismo de la economía de la oferta que decía que si se reducían los impuestos, sobre todo a quienes más tenían, ese dinero que dejarían de pagar iría a inversiones que propulsarían el crecimiento y al final el Estado acabaría recaudando más, incluso si los tipos eran más bajos. La realidad fue que el Estado endeudado se convirtió en una oportunidad de hacer negocio para quienes tenían capital que, además, pudieron imponer sus condiciones porque se habían vuelto imprescindibles.

La crisis de 2008 sacó a la luz esa realidad de una manera palmaria. La crisis hizo que los inversores no pudieran fiarse ya ni de la deuda soberana de los Estados, deuda que, por otra parte, se había multiplicado para salvar a los bancos de la quiebra. Los mercados exigieron garantías de que las finanzas públicas estarían bien gestionadas y de que el déficit se reduciría. Una de las maneras de reducir el déficit fue recortar el gasto social. Puestos a elegir entre los ciudadanos y los mercados, el Estado optó por los segundos.

“El Estado democrático (…) se convierte en un Estado basado en la deuda tan pronto como su subsistencia depende no sólo de las contribuciones financieras de sus ciudadanos sino, en un grado significativo, de la confianza de los acreedores.” Streeck enfatiza las diferencias entre la ciudadanía y los mercados: 1) La primera está vinculada a un territorio. Los segundos están integrados transnacionalmente; 2) Los mercados tienen una relación con el Estado basada en el Derecho civil y mercantil; 3) Los mercados pueden hacer valer sus derechos ante los tribunales. La ciudadanía hace valer sus derechos mediante el mecanismo más difuso del voto; 4) Los mercados no pueden votar en contra de un gobierno que les disguste, pero pueden reaccionar contra él no comprando sus bonos del Estado, no acudiendo a sus subastas de deuda y retirando sus capitales. Todas esas posibilidades son mucho más ominosas para los gobiernos que la amenaza de no ser votados por sus ciudadanos; 5) La opinión pública de los mercados no se mide por sondeos, sino de forma más fácilmente cuantificable y medible: mediante la llegada y salida de capitales; 6) El Estado puede esperar la lealtad de sus ciudadanos, una lealtad construida sobre vínculos emocionales, culturales e históricos. En cambio, el Estado tiene que ganarse día a día la confianza de los mercados.

Existe una competición entre ciudadanos y mercados porque el Estado atienda a sus intereses. Los mercados ejercen su influencia tanto indirectamente, vía inversiones, como directamente, financiando al Estado. De hecho, su influencia es tanta que los gobiernos establecen sus políticas económicas siempre con un ojo puesto en los mercados. Streeck saca a colación unas declaraciones de Alan Greenspan, quien fuera Presidente de la Reserva Federal de EEUU, que dijo en 2007 que “tenemos la suerte de que, gracias a la globalización, las decisiones políticas en EEUU han sido reemplazadas en buena medida por las fuerzas de los mercados globales. Quitando la seguridad nacional, apenas importa quién sea el próximo Presidente. El mundo está gobernado por las fuerzas del mercado”. Si esto es así, ¿para que sirven la ciudadanía y los procesos democráticos? La respuesta es que para muy poco. Las campañas electorales se convierten más bien en espectáculos electorales, donde las emociones juegan el mismo papel que en los concursos televisivos en los que la audiencia vota a quién hay que expulsar de la casa de Gran Hermano o equivalente. Quien quiera que resulte elegido al final acabará haciendo en buena medida lo que le dicten los mercados.

Cuando uno lee apreciaciones tan negativas sobre la situación presente, confía en que las últimas páginas del libro aporten algunas propuestas de solución. Streeck no propone nada más allá de la eliminación del euro. En el fondo parece pensar que la solución, que pasaría por revertir las recetas neoliberales, no es factible en estos momentos y puede que no lo sea por mucho tiempo, dado lo difícil que sería desmontar el sistema neoliberal.

Uno cierra el libro de Streeck con el escalofrío que producen las mejores novelas de terror.

 

 

 

 

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