Emilio de Miguel Calabia el 10 abr, 2018 Paul A. Kramer en “The blood of government. Race, Empire, the United States & the Philippines” traza la historia del establecimiento del Estado colonial norteamericano en Filipinas y el papel que las consideraciones racistas tuvieron en él. EEUU llegó a Filipinas como por casualidad. Ya que había empezado la guerra contra España para ayudar a los insurrectos cubanos, que lo estaban pasando muy mal, ¿por qué no invadir Filipinas? Ya puestos a conquistar islas, da lo mismo ocho que ochenta o siete mil, en el caso de Filipinas. El principal motivo de la intervención norteamericana fue económico. China y su gran mercado estaba empezando a abrirse y disponer de una plataforma en Asia resultaba tentador. A este motivo se sumaron otros. El primero era que devolver Filipinas a España no parecía muy coherente, después de haber dicho que era una madrastrona tiránica para sus colonizados. Entregar Filipinas a otra potencia, hubiera sido de tontos. La opción más obvia, la de reconocer la independencia de los filipinos, no entraba en los cálculos. Otros motivos fueron de índole más ideológica. Clausurada la conquista del Oeste, los imperialistas, oportunistas, aventureros y gente de similar laya, andaban buscando una nueva frontera que conquistar. Lo del “peso del hombre blanco” que decía Kipling también molaba. Es más EEUU podría demostrar al mundo que no era como los imperialistas europeos que sólo pensaban en explotar a las razas inferiores. Ellos las conquistaban y masacraban para civilizarlas y ponerlas a la par del hombre blanco. Y, finalmente, estaba Dios, que iluminó una noche al Presidente McKinley y le hizo ver que lo que había que hacer con Filipinas era “educar a los filipinos y elevarlos y civilizarlos y cristianizarlos (al parecer nadie le había dicho que los filipinos llevaban casi 300 años siendo cristianos)”. En serio, esta fue la explicación que dio McKinley de porqué había que apropiarse de Filipinas. A Dios y a McKinley se les pasó por alto que ya había un grupo de filipinos que les habían ayudado en la lucha contra los españoles, que habían redactado una Constitución y que querían ser independientes. Ese pequeño olvido ocasionaría la guerra filipino-norteamericana, en la que, según las estimaciones más bajas, murieron 200.000 filipinos. Las más elevadas superan el millón. El líder filipino Emilio Aguinaldo perdió por goleada las dos facetas de la guerra, la bélica y la de la propaganda. En los primeros compases del conflicto, intentó operar como si se tratase de una guerra convencional cuando, dada la potencia de fuego norteamericana y su superioridad armamentística, hubiera debido recurrir a la guerra de guerrillas. Aguinaldo entendió que una guerra convencional mostraría a terceras potencias que Filipinas era un país civilizado y merecedor de la independencia y distanciaría el conflicto de los típicos conflictos coloniales que enfrentaban a un ejército regular europeo con hordas medio salvajes y desorganizadas (al menos así las veían los europeos). Cuando no le quedó más remedio que recurrir a la guerra de guerrillas, ocurrió lo que tenía que ocurrir: los norteamericanos presentaron a los combatientes filipinos como hordas medio salvajes y desorganizadas. Más tarde, cuando los norteamericanos declararon el final de las hostilidades (las tuvieron que declarar varias veces porque no se terminaban nunca), las tropas filipinas quedaron reducidas a la condición de bandoleros y forajidos y la guerra se convirtió en una cuestión de orden público. Un factor que contribuyó al éxito norteamericano fue que en su mayoría las élites abandonaron a Aguinaldo. Desde el comienzo los norteamericanos entendieron que para garantizarse el control de las islas, necesitarían el apoyo de las élites locales. Lo que los norteamericanos vinieron a ofrecerles fue la continuidad del status quo. Mantendrían su poder y privilegios y el único cambio sería que en lugar que tener que rendir honores a una bandera bicolor, los tendrían que rendir a otra con barras y estrellas. La opción de las élites por los norteamericanos y no por Aguinaldo es comprensible. La denominada República de Malolos tenía unos tintes sociales y reformistas que no auguraban nada bueno para sus intereses. Echo de menos que Kramer no haya dedicado más espacio al Partido Federalista. Los Federalistas, cuyos principales líderes eran Pedro Paterno y Trinidad Pardo de Tavera, abogaron desde un primer momento por la incorporación de Filipinas a EEUU como un Estado de la Unión. Por un lado, creían genuinamente que eso sería lo mejor para el progreso de Filipinas. Por otro, pensaban que si capitaneaban al conversión de Filipinas en Estado de la Unión, estarían mejor situados para conseguir cargos elevados en el nuevo Estado. Leí la gran decepción que se llevaron cuando fueron a Washington y se entrevistaron con el Secretario de Guerra Elijah Root para defender la conversión de Filipinas en un Estado de la Unión. Root les respondió que bastantes problemas con los negros en EEUU como para meter a más negros en la Unión. Fin de la historia. En los primeros compases, el régimen colonial tuvo que andar por una línea muy fina. El mensaje para las élites filipinas era que eran unos tíos muy majos y muy civilizados. El mensaje en EEUU era que a los filipinos aún les faltaba un hervor. Al argumento de la impreparación para gobernarse, se añadía el de que Filipinas no era una verdadera nación, sino un conjunto de tribus, que algún tío listo calculó en 84, número que se quedó para los restos. La Feria Mundial de St.Louis de 1904 sería la gran oportunidad para que el régimen colonial diese a conocer al público norteamericano lo que estaba haciendo en Filipinas. La zona filipina de la Feria consistía en una recreación de Intramuros, una plaza central que contenía la parte “civilizada” de Filipinas: un edificio del gobierno, pabellones dedicados a las artes y la educación, una elegante casa de Manila, un pueblo visaya y, al fondo, poblados representando a los pueblos incivilizados de Filipinas: igorotes, bagobos y moros. Junto a éstos había un campamento con tropas auxiliares filipinas. El efecto de la exposición filipina no fue el esperado o, poniéndonos maquiavélicos, sí que fue el esperado. Los igorotes fueron la gran sensación de la feria, mientras que los educados tagalogs y visayas pasaron más desapercibidos. La impresión que se llevaron los visitantes fue que todos los filipinos eran como los igorotes y que los más civilizados, lo eran gracias a la influencia benévola de EEUU. De alguna manera estos juicios estaban tintados por la propaganda de la etapa de la guerra, donde se había presentado a los filipinos como salvajes incivilizados. Los igorotes representaron una baza muy conveniente para el Estado colonial. El poder colonial jugó, como tantos otros poderes coloniales, al “divide y vencerás.” En esta ocasión, la división era entre pueblos cristianos y no-cristianos. Los segundos requerían un régimen administrativo especial para protegerlos. Por un lado se asumía que eran especialmente vulnerables y por otro que los filipinos cristianos abusarían de ellos y los explotarían si se les dejaba que los administrasen. Incluso es posible que esta división administrativa ocultase un esfuerzo para mantener la presencia norteamericana indefinidamente en al menos una parte de Filipinas. 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