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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El orden mundial (y 5)

Emilio de Miguel Calabia el

Y de China pasamos a EEUU, la nación que ha marcado la geopolítica mundial por lo menos desde 1917, cuando su intervención en la I Guerra Mundial inclinó decisivamente la balanza del lado de los Aliados.

En las raíces de la política exterior norteamericana hay varios elementos contradictorios. Primero está un sentido evangelizador. Los valores norteamericanos son superiores y EEUU tiene un deber moral de difundirlos entre las naciones menos favorecidas. Thomas Jefferson dijo que EEUU era “un imperio para la libertad”. En segundo lugar está la tentación aislacionista. Poseyendo vastos recursos y estando protegido por dos grandes océanos, EEUU podía considerar que la política exterior era opcional. Cuando eres un pequeño principado en Europa central, la política exterior es algo existencial; no para EEUU. La traducción de esto era la reticencia a verse involucrado en los problemas del Viejo Mundo. Por otra parte, para poder mantener esa actitud pasota, EEUU necesitaba que en el Viejo Mundo prevaleciese el equilibrio de poder. Lo último que deseaba era tener que competir con un hegemón que controlase Eurasia. Quien quiera ver una actualización de esas ideas puede leer “El gran tablero mundial: la supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos” que escribió en 1998 el ex-Consejero de Seguridad Nacional norteamericano Zbigniew Brzezinski. El hilo conductor del libro es precisamente que EEUU no puede permitirse la emergencia de un poder hegemónico en Eurasia.

Si al final de la I Guerra Mundial EEUU creyó que bastaba con legar a los europeos los principios buenistas de Woodrow Wilson y confiar con que los siguieran y lograran la paz eterna en el continente, para 1945, los EEUU habían aprendido que a los europeos no se les podía dejar solos y el aislacionismo ya no era una opción y menos cuando al otro lado del Telón de Acero estaba el oso ruso. Fue con la II Guerra Mundial que EEUU realmente se arrogó el papel de defensor de un orden internacional justo, democrático y pacífico.

El papel excepcional que le correspondía a EEUU lo expresó muy bien John F. Kennedy en su discurso de toma de posesión en 1961 donde pidió que su país “pagase cualquier precio, soportase cualquier carga, arrostrase cualquer dificultad, ayudase a cualquier amigo, se opusiese a cualquier enemigo, para asegurar la supervivencia y el triunfo de la libertad.” Kennedy abogaba no por el equilibrio del poder tradicional, sino por un mundo de Derecho. El siglo XXI es demasiado cínico para creerse esas declaraciones a pies juntillas y puede tender a no ver en ellas más que un bonito disfraz que sirve para enmascarar la realidad implacable del poder que no ha cambiado mucho en los últimos seis mil años, más o menos desde que Sargón de Akkad terminó con la independencia de las ciudades-estado sumerias. En realidad, según Kissinger, la política estadounidense en la Guerra Fría, combinó los principios buenistas wilsonianos con la geoestrategia rooseveltiana de crear unas Naciones Unidas que asegurasen la seguridad colectiva mediante el concierto global de las grandes potencias representadas en el Consejo de Seguridad. Kissinger no menciona que esa política no se olvidó del otro Roosevelt, Theodore, que creía que lo mejor para conducir una política exterior coherente es tener a mano una buena estaca.

La Guerra Fría la ganó EEUU y Kissinger atribuye buena parte del mérito a Ronald Reagan, que supo combinar la impresión de que el sistema soviético tenía debilidades con la confianza en la superioridad del sistema norteamericano. Reagan estaba convencido de que cualquier comunista que tuviera la oportunidad de conocer realmente el modo de vida norteamericano, lo acabaría abrazando.

Su manera de derrotar a los soviéticos consistió en embarcarles en una carrera de armamentos que su economía, que andaba renqueando, no pudo sostener. Una diferencia entre la economía norteamericana y la soviética es que la primera estaba conectada con el sector privado y el mercado. Las investigaciones de nuevos armamentos acababan produciendo nuevos bienes para el consumidor, con lo que una parte del gasto militar se reinvertía en la economía. En el sistema soviético, en cambio, todo el gasto militar acababa en las FFAA; ninguna parte se desviaba hacia el resto de la economía. Aunque Kissinger no lo mencione, otro de los factores que condujo a la caída de la URSS fue la guerra de Afganistán, cuyo coste acabó siendo insostenible para los soviéticos. Las famosas glasnost (“transparencia”, que implicaba una liberalización política) y perestroika (“reconstrucción”, o sea reestructuración de la economía con la introducción de algunos elementos de mercado) de Gorbachov llegaron demasiado tarde. Fue como meterle un motor de fórmula 1 a un 600. El sistema soviético anquilosado se vino abajo.

El presidente al que le tocó gestionar la victoria norteamericana en la Guerra Fría fue George H. W. Bush. Fue un tiempo de optimismo para EEUU. La Guerra Fría había dado paso a un mundo pacífico en el que todas las naciones irían transicionando hacia la democracia. La manera en la que Bush padre derrotó la invasión iraquí de Kuwait hizo albergar esperanzas de que efectivamente el mundo había cambiado. Un acto de agresión descarnada fue contrarrestado por una coalición internacional que contó con la bendición de NNUU y las tropas de la coalición que invadieron Iraq se atuvieron estrictamente al mandato de la ONU y no avanzaron un centímetro más de lo estipulado.

Tras una breve mención de pasada al presidente Clinton, casi sin solución de continuidad Kissinger pasa a referirse a las guerras de Afganistán y de Iraq, que jugarían un papel muy importante en el declive norteamericano subsiguiente.

La guerra de Afganistán fue en su comienzo una guerra que recibió el beneplácito de la comunidad internacional. Al-Qaeda, a quien los talibanes afganos daban refugio, había atacado EEUU y una operación de represalia parecía justificada. Por otra parte, nadie echaría mucho de menos el régimen talibán en Kabul. La invasión de Afganistán comenzó apenas un mes después del ataque a las Torres Gemelas. Kissinger admite dos carencias en la planificación norteamericana: no tuvo suficientemente en cuenta la merecida fama de Afganistán como “tumba de imperios” y no advirtió que se estaba metiendo en una guerra asimétrica para la que su Ejército no estaba bien preparado. En “Descenso al caos: EEUU y el fracaso de la construcción nacional en Pakistán, Afganistán y Asia Central” el periodista Ahmed Rashid añade una carencia todavía mayor: no dedicó suficientes recursos a la construcción del Estado afgano. Su preocupación era hacer una guerra a lo barato y terminarla lo antes posible para centrarse en la guerra que de verdad le interesaba: la invasión de Iraq.

La interpretación que hace Kissinger de la guerra de Iraq choca con lo que pensamos la mayoría de nosotros. En su lucha contra el jihadismo, la Administración Bush pensó que sería una gran idea transformar Iraq a las bravas en una democracia multipartidista que inspiraría una transformación democrática en la región. Según la Agenda de la Libertad: “La democracia iraquí triunfará- y ese triunfo diseminará la noticia de Damasco a Teherán-, de que la libertad puede ser el futuro de cada nación”. Me reconforta saber que las reservas petrolíferas de Iraq no tuvieron nada que ver y que el objetivo de la guerra era que los iraquíes pudieran votar.

Kissinger expresa su apoyo a la invasión de Iraq, aunque reconoce que siempre tuvo dudas sobre la idea de la Administración Bush de dedicarse a la reconstrucción del Estado iraquí tras el derrocamiento del dictador. Entre las causas del fracaso menciona no haber tenido en cuenta el peso de la Historia: Iraq era un país fragmentado en distintas comunidades y donde algunas de las instituciones que se le quisieron transplantar carecían de antecedentes. A ello hay que añadir la oposición de varios de los regímenes vecinos, especialmente el iraní. Una versión más descarnada de los motivos de la invasión y de por qué fracasó la reconstrucción del Estado iraquí la ofrece “Vida imperial en la ciudad esmeralda” de Rajiv Chandrasekaran, que comenté en este blog hará más de un año.

Kissinger concluye el capítulo sobre EEUU recordando que su política exterior combina idealismo y realismo y recuerda las palabras del ex-Secretario de Estado George Shultz: “Los americanos, siendo un pueblo moral, quieren que su política exterior refleje los valores que abrazamos como nación. Pero los americanos, siendo un pueblo práctico, también quieren una política exterior que sea efectiva.”

Aquí podría terminar esta reseña, pero quiero comentar las cosas que he echado en falta en el libro. América Latina y África Subsahariana están completamente ausentes del mismo. Más allá de las escasas referencias a Naciones Unidas, apenas habla de multilateralismo, como tampoco habla de arquitectura regional más allá de la OTAN y la Union Europea; ASEAN, la Unión Africana, Mercosur son realidades que han venido a cambiar las relaciones internacionales, que no aparecen en el libro. Hasta los maestros a veces echan borrones, aunque sea por inadvertencia.

 

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