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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El final de la República romana (4)

Emilio de Miguel Calabia el

 

(Julio César a punto de entrar en la Historia con esa frase tan bonita de “Alea iacta est”)

Los años 70 del siglo I a. C. fueron un tiempo agitado para los romanos, de esas décadas que es mejor no levantarse de la cama. Enumeraré a vuela pluma todo lo que ocurrió en esos años: revuelta del Cónsul Marco Emilio Lépido que, aunque colocado por Sila, se pasó al bando popular; revuelta de Sertorio en Hispania, a donde se habían retirado los populares tras la derrota de Lépido; revuelta de los gladiadores encabezados por Espartaco. Como se puede ver, fueron tiempos revueltos. Al final de esa década, Pompeyo era la estrella en ascenso en Roma.

Pompeyo puso en práctica algo que había aprendido de Sila: a un hombre fuerte se la refanfinflan el Senado y las leyes. En el 70 a. C., saltándose todas las normas, logró que le eligieran Cónsul. A los Senadores más conservadores les rechinaron los dientes, pero a Pompeyo tanto le dio. Se había convertido en el favorito de la plebe, en cuyo favor comenzó a legislar.

Por esos años, otro político comenzó a descollar por sus éxitos militares en el aplastamiento de la revuelta de Espartaco: Marco Licinio Craso. Los optimates, que desconfiaban de Pompeyo, disfrutaban viendo rivalizar a los dos. Sin embargo, Craso no era rival para Pompeyo. Como jefe militar era discreto y nunca llegó a la brillantez de Pompeyo y, muchísimo menos, de César. Como político, tenía las habilidades justas; era cruel, despiadado y maniobrero, pero poco más. Su verdadero talento estaba en los negocios, donde era un lince. Viendo que no era rival para Pompeyo, Craso juzgó más prudente retirarse de la política.

El 61 a. C. Pompeyo regresó triunfal a Roma, después de haber derrotado a los piratas y a Mitrídates VI. Sin duda, su objetivo era aprovechar su popularidad para convertirse en el hombre fuerte de la República por las buenas. Como muestra de que no quería convertirse en un dictador como Sila, licenció a sus tropas. Pompeyo ahí obró con cierta ingenuidad. Había pasado mucho tiempo fuera de Roma y la situación política había cambiado. Haber sido protegido de Sila no contaba lo mismo que diez años antes.

Al poco el Senado le dio el primer revolcón: no autorizó el reparto de tierras entre sus veteranos. Posiblemente hubiera dos razones detrás de ello. La primera, que el Senado quería mostrar quién mandaba. La segunda, que Pompeyo provenía de una familia menor y sin solera y a las familias de toda la vida les fastidiaba un poco su encumbramiento.

Desautorizado, Pompeyo se aproximó entonces a Julio César, seis años más joven que él y sobrino de Mario, que era una estrella al alza en la política romana y que se había convertido en uno de los líderes del partido popular. Al contubernio se sumó Marco Licino Craso, que era el líder de los equites, hombres de negocios enriquecidos, que se veían ninguneados por los optimates que regían el Senado. Los tres formaron en el 60 a. C. una alianza secreta: el Primer Triunvirato. Cada socio ponía algo clave en la alianza: Craso, el dinero; César, su liderazgo de los populares; Pompeyo, su prestigio entre los legionarios.

Los aliados consiguieron que César fuera hecho Cónsul en el 59 a. C. y César devolvió el favor, autorizando el reparto de tierras para los veteranos de Pompeyo. En el 58 a. C. César logra el gobierno de la Galia Cisalpina y la Narbonense, que utilizará como trampolín para la conquista de las Galias, que será lo que le catapultará al estrellato político.

La ausencia de César quitó el nexo que unía a Craso y a Pompeyo, que nunca habían dado completamente de lado su rivalidad. En el 56 a.C. César regresa brevemente y gracias a él, los triunviros logran un acuerdo por el que vuelven a barajar las cartas: Craso y Pompeyo se presentarán al Consulado y desde allí impulsarán una prórroga de cinco años en el gobierno de la Galia Cisalpina y la Narbonense por César, así como que disponga de cuatro legiones más; Craso recibe poderes proconsulares en Siria y Pompeyo en Hispania, así como cuatro legiones para completar su conquista. ¿Eran sinceros los triunviros cuando concertaron el acuerdo? Lo dudo. Cada uno trató de reforzar su posición. Pompeyo se llevó Hispania, una de las provincias más ricas del imperio. César logró tiempo y legiones para realizar sus planes de conquista en las Galias. Y Craso adquirió una provincia rica, Siria, que utilizaría de plataforma para ganarse los laureles militares que le faltaban, conquistando a los partos.

Tánatos volvió a intervenir y en un par de años deshizo lo acordado. En el 54 a. C. murió en el parto Julia, la hija de Julio César, a la que éste había casado con Pompeyo para cementar su alianza. Al año siguiente murió Craso; los partos se le habían atragantado y en la batalla de Carras mostraron que no era tan buen general como pensaba. Con Craso fuera de la ecuación, Pompeyo debió de pensar que había llegado su momento de reinar en solitario.

Es posible que Pompeyo llevase tiempo pensando su jugada. Resulta curioso que, a diferencia de César y Craso, no fuese a la provincia que le habían adjudicado, sino que gobernase Hispania mediante legados. Sí, había preferido quedarse en Roma, que era donde se cortaba el bacalao.

Los optimates realizaron maniobras de aproximación a Pompeyo. Habían entendido que su principal enemigo era César, en tanto que líder de los populares, cuya popularidad no cesaba de crecer con sus victorias en las Galias. La única persona que podía oponérsele era Pompeyo, el cual se dejó querer. En el 52. a. C. uno de los optimates más destacados, Quinto Cecilio Metelo Pío Escipión Nasica, entregó a su hija Cornelia para que se casase con Pompeyo. Ese mismo año, Pompeyo fue elegido “cónsul sin colega”, algo excepcional y que debió masajear su ego. No resulta fácil hacerse una idea clara de la personalidad de Pompeyo. A fin de cuentas fue el derrotado en las guerras civiles y de los derrotados nunca se habla mucho. Podemos sospechar que era un tanto vanidoso, que le perdía que le agasajasen. Es posible que, viniendo de una familia sin pedigrí, se muriese por ser aceptado por las familias más antiguas y que su boda con Cornelia, hija de una familia de un linaje antiguo y distinguido, fuera la culminación de sus sueños. Sospecho que era un hombre al que se podía manipular si se daba con las teclas adecuadas.

Los años 51 a. C. y 50 a.C. fueros años de tensiones. El mandato proconsular de César en las Galias estaba a punto de terminar. Sus enemigos estaban esperándole para procesarle por un montón de causas. Ayudado por el Tribuno de la Plebe Celio, aliado suyo, César intentó que le dejasen hacer algo excepcional: presentarse al Consulado desde la provincia. Los optimates frenaron la jugada. Querían a César en Roma sin inmunidad para juzgarle. Cesarianos (a estas alturas de la partida más que hablar de populares hay que hablar de cesarianos, tales eran su prestigio y su popularidad) y optimates se ponían zancadillas en las instituciones y cada uno desvirtuaba las leyes tradicionales para arrimar el ascua a su sardina.

El 7 de enero del 49 el Senado proclamó el estado de emergencia y otorgó poderes excepcionales a Pompeyo para que defendiese a la República o, lo que es lo mismo, para que le plantara cara a César. El 10 de enero César efectuó el único movimiento posible ante el callejón sin salida al que le querían arrastrar sus adversarios: cruzó el río Rubicón con sus legiones, colocándose fuera de la legalidad. La jugada era osada, pero no era locura desesperada. Las legiones de César eran veteranas y le eran completamente leales; la plebe de Roma le idolatraba y además contaba con muchos partidarios en la ciudad. El avance de César en dirección a Roma fue fulgurante.

Pompeyo, al que el Senado había entregado poderes para que parase a Roma, perdió los nervios. Aunque estaba en condiciones de levantar un ejército más numeroso que el de César, optó por retirarse a Grecia y los senadores enemigos de César le siguieron. Pompeyo inició así una tradición de las guerras civiles romanas por la que el bando más débil, sintiendo que no podía controlar la Península Itálica, huía a Oriente y esperaba revertir la suerte de las armas gracias a sus riquezas. Esta estrategia le falló a Pompeyo como más tarde les fallaría a Casio y a Bruto y a Marco Antonio. Lo que otorgaba la verdadera legitimidad era la posesión de Roma. Además, las legiones levantadas en la Península Itálica eran de más calidad que las de Oriente.

La segunda guerra civil romana (la primera había sido entre Mario y Sila) duró entre el 49 y el 45 a. C., pero la contienda se decidió los días 4 y 5 de agosto del 48 a. C. en la batalla de Farsalia, en Grecia, cuando César aplastó a las tropas de Pompeyo. Pompeyo huyó a Egipto, donde el joven Ptolomeo XIII, para congraciarse con César, ordenó que asesinasen a Pompeyo a traición. Aunque la guerra hubiera debido terminar entonces, los pompeyanos siguieron resistiendo en distintas partes del imperio y los años siguientes se le fueron a César en limpiar el Mediterráneo de estos focos de resistencia.

 

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