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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El orden mundial (1)

Emilio de Miguel Calabia el

“El orden mundial” es una obra que Henry Kissinger escribió en 2014. En ella pasa revista al estado geopolítico de diversas regiones del globo. Han pasado siete años y la presidencia de Trump, que no ha dejado a nadie indiferente. Aun así, sigue mereciendo la pena leer el libro y aprender de él, incluso de sus silencios y sus fallos.

Como era lógico y occidentalocéntrico, empieza con Europa y la Paz de Westfalia. La Paz de Westfalia marcó una cesura geopolítica clave en la Historia de Europa. Puso fin al sueño Habsburgo de convertirse en la potencia hegemónica de Europa y de imponer una suerte de autoridad moral y política sobre la Cristiandad. También puso fin a las guerras de religión. En lo sucesivo, la religión no podría justificar un casus belli. Esto nos dio un plácido siglo XVIII en el que las guerras se hacían por pura ambición y codicia, que es un motivo mucho menos destructivo. Pero esa placidez se la cargaría la Revolución Francesa, que introdujo las guerras ideológicas, que demostraron ser igual de destructivas que las guerras de religión.

La Paz de Westfalia consagró el principio de la igualdad soberana de los estados. Ya no había una jerarquía por la que todos estaban sometidos a un Emperador y algunos estados se veían sometidos a otros. En lo sucesivo el Duque de Hesse podría tratar de tú a tú al Zar de todas las Rusias y exigir que a su Embajador en París se le diese el mismo trato que al Embajador ruso. Lo importante era que ni al Duque de Hesse se les ocultaba que una cosa era el derecho internacional que decía que ahora ambos eran iguales y otra la realidad del poder que decía que uno de los dos era mucho más igual que el otro.

El siglo XVII fue también el siglo de Hobbes, que dijo aquello de que el hombre es un lobo para el hombre, que los filósofos españoles de la escuela de “Sálvame” han traducido como “el hombre es un cabronazo”. En las sociedades humanas todo era caos y violencia a menos que hubiese uno que mandase y que tuviese el monopolio de la violencia. Pero, ¿y en la sociedad internacional, ahora que no existía la autoridad moral del Emperador y del Papado? La solución era la del equilibrio. Todo estado que intentase romperlo se enfrentaría a una coalición de Estados que darían por tierra sus sueños hegemónicos. El primero en comprobarlo en sus propias carnes fue el francés Luis XIV, que se pasó de frenada con sus ambiciones imperiales.

La primera mitad del siglo XVIII se le fue a Europa tratando de poner coto a Francia y la segunda mitad intentando acomodar a Prusia, que había irrumpido en la política europea con fuerza. La Revolución francesa hizo que los problemas con la Francia borbónica y la Prusia de Federico II parecieran un juego de niños. Contener a la Francia revolucionaria primero y luego napoleónica llevó 23 años; en cambio, los ideales de la Revolución no pudieron ser contenidos e inflamarían periódicamente el continente durante el resto del siglo.

El Congreso de Viena trató de dar un orden estable a Europa. El Congreso consagró que el equilibrio europeo estaría asegurado por cinco potencias: Francia, Inglaterra, Austria, Prusia y Rusia, que se concertarían cada vez que hubiera una crisis para evitar que degenerase en una guerra; algo parecido a lo que se esperaba que hicieran los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de NNUU. Por su parte, Austria, Francia, Prusia y Rusia formaron la Santa Alianza para frenar los movimientos revolucionarios que pudieran poner en peligro la estabilidad interna de los estados.

En lo territorial los principales cambios que introdujo el Congreso ocurrieron en el mundo germánico. El Sacro Imperio Romano Germánico, abolido en 1806, había sido una reliquia de la Edad Media, ineficaz y fragmentado en más de 300 estados. El Congreso de Viena amalgamó los 300 estados en 39 estados y aseguró, por un lado, que sirviese de freno a las ambiciones francesas en el Rhin y por otro, creó un equilibrio que dificultaba que tanto Austria como Prusia se convirtiera en la potencia hegemónica en el mundo germánico. El Congreso de Viena, además, acomodó a la potencia rusa, que había ido creciendo en importancia a lo largo de todo el siglo XVIII y a la que había que ofrecer el puesto que se merecía en el concierto europeo.

En opinión de Kissinger, Viena aunó perfectamente los dos principios que tiene que reunir todo sistema geopolítico: legitimidad y poder. La legitimidad hace que los Estados respeten los límites impuestos por el sistema sin necesidad de coacción exterior. El poder implica que el sistema responda a los pesos específicos de sus componentes. Legitimidad y poder tienen que estar equilibrados para que el sistema funcione armónicamente.

Viena comenzó a hacer aguas por varios motivos: 1) Los cambios en las relaciones de poder entre las potencias europeas. Austria, uno de los cinco grandes, declinó. Prusia se hizo demasiado poderosa para la tranquilidad de sus vecinos. Italia, recién unificada, quería su lugar bajo el sol; 2) La aparición de enemistades irresolubles, que ya no fue posible resolver por la vía del consenso: la rivalidad entre Austria y Rusia en los Balcanes, el anhelo francés de vengar la humillación de la guerra Franco-prusiana y de recuperar Alsacia-Lorena y el irredentismo italiano que quería recuperar el Tirol; 3) El surgimiento del nacionalismo, que afectó las relaciones de poder e hizo más difícil que los estadistas alcanzasen acuerdos, ya que en sus cálculos debían tener en cuenta los sentimientos nacionales de sus pueblos.

Las enemistades irresolubles llevaron a la formación de alianzas antagónicas, que se caracterizaron por su falta de flexibilidad y la convicción de que la geopolítica europea era un juego de suma cero. Los militares vinieron luego y empeoraron las cosas, haciendo que el sistema fuera más rígido todavía. El objetivo de los Estados mayores era golpear rápido y noquear al adversario en una guerra total. Para ello se establecieron unos planes de movilización detallados que debían respetarse al detalle y cuya ejecución no podía demorarse. Así, cuando en el verano de 1914 la diplomacia fracasó, los militares tomaron el relevo urgiendo la puesta en marcha de los planes bélicos sin demora.

La Paz de Versalles que puso fin a la guerra fracasó en su intento de garantizar la paz y la estabilidad de Europa. Falló en el aspecto de la legitimidad, porque dos de las potencias europeas,- Alemania y la URSS-, pusieron en duda las bases de la Paz. Alemania nunca aceptó que se la presentase como la agresora y responsable del estallido de la I Guerra Mundial. Para la URSS, por su parte, era una paz ilegítima que respondía a los principios de la vieja diplomacia, que no tenía en cuenta ni respetaba los deseos de los pueblos. Tampoco dejó satisfecha a Italia, que sintió que Francia y el Reino Unido no habían recompensado como se merecía su participación en la guerra en el bando aliado. Y también falló en el aspecto del poder. No supo integrar en el sistema a Alemania y a la URSS. Francia y el Reino Unido habían salido debilitadas de la guerra y carecían de la fuerza y de la voluntad necesarias para asegurar por sí solas la estabilidad europea. La única potencia que hubiera podido asegurarla, que era EEUU, se mantuvo en un espléndido aislamiento.

Yalta establecería el nuevo orden europeo tras la II Guerra Mundial. La gran diferencia fue que esta vez las potencias europeas no fueron los agentes de su propio destino, sino que fueron los peones de dos potencias extra-continentales, EEUU y la URSS (aunque el núcleo esencial de la URSS esté en Europa, su extensión es tal, que parece que calificarla de potencia europea a secas se le queda corto). Francia y Alemania crearon en 1952 la Comunidad del Carbón y del Ácero, que fue el germen de la actual Unión Europea. Pero no nos engañemos, si la pudieron crear fue porque primero EEUU ayudó a la reconstrucción de sus economías con el Plan Marshall y apuntaló su defensa con la creación de la OTAN. La URSS hizo otro tanto con los países de su órbita aunque de una manera menos “amable”.

 

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