Emilio de Miguel Calabia el 19 abr, 2018 Dado que es el lugar en el que probablemente la mayor parte de nosotros pasaremos la eternidad, conviene que nos familiaricemos con el infierno y que nos descarguemos una aplicación para Google Maps con su plano, porque lo vamos a necesitar. Sartre en “A puerta cerrada” se imagina el infierno como una habitación en la que tres personas incompatibles y que lo saben todo los unos sobre los otros, tienen que convivir (pongo ese verbo a falta de otro mejor; todo el que esté divorciado sabe a qué me refiero) por toda la eternidad (hay matrimonios que parecería que hubiesen durado una eternidad, pero no se puede comparar). Yo he vivido situaciones parecidas. Doce horas de vuelo transatlántico con un bebé gritón a un lado y mi hijo pesado de seis años al otro. Un viaje de coche con tus hijos, que no paran de preguntar que cuándo llegamos y tu mujer, en el asiento del copiloto, en silencio y con esa cara de “no me pasa nada, estoy bien, no estoy enfadada”, que te quita la respiración porque sabes que sí que le pasa algo, que no está bien y que sí que está enfadada y no consigues adivinar cuál de las numerosas cagadas que haces cada semana ha podido ponerla en ese estado. Una reunión de trabajo en la que dos machos alfas se miran a los ojos y dan vueltas y más vueltas a los mismos temas, porque ninguno quiere ceder, mi vejiga está a reventar y parece que nadie quiere dar por terminada la discusión en tanto no hayamos decidido si el informe lo haremos con “calibri 11” o con “arial 12”. La vez de la reunión de trabajo fue cuando más cerca estuve de comprender experiencialmente el concepto de eternidad. A C.S. Lewis le repateaba esa imagen de Mefistófeles como un tipo cachondo y seductor, una especie de Miguel Bosé en sus años mozos cantando “Don Diablo se ha escapado…”. Para contrarrestarlo escribió “Cartas del diablo a su sobrino”, donde se imagina el infierno como un gran ministerio estalinista, lleno de funcionarios aburridos, a los que les huelen los pies, a los jerseys les salen bolas y el aliento les huele a repollo. Es un mundo sin amor, ni amistad, ni pasión. Los diablos se limitan a hacer su trabajo de intentar atraer almas al infierno sin mayor entusiasmo y siempre atentos a ver si el compañero de al lado la ha cagado de alguna manera para hundirle en la miseria. Un complemento gráfico de “Cartas del diablo a su sobrino” podría ser la serie “La Oficina Siniestra” que Pablo San José publicó en “La Codorniz” en la década de los sesenta con sus pelotas, sus chivatos y sus jefes implacables. No en vano, allá los despachos parecen mazmorras y detrás de cada pila de expedientes puede esconderse un demonio. Las oficinas deben de tener algo del averno, porque la tercera visión del infierno, aunque no diga que lo es, es la que describe Mario Benedetti en “Poemas de la oficina”. La oficina de Benedetti es un lugar triste, gris, rutinario, donde el alma lentamente se va deshilachando, la juventud avanza hacia la vejez, las ilusiones se disuelven en el aire y donde vivir es simplemente durar hasta que llegue la jubilación. A veces, el empleado sueña con la libertad, como el condenado en el infierno sueña con que aflojen la caldera, como en el poema “Verano”: “Voy a cerrar la tarde Se acabó No trabajo Tiene la culpa el cielo Que urge como un río Tiene la culpa el aire Que está ansioso y no cambia Se acabó No trabajo (…) Iba a cerrar la tarde Pero suena el teléfono Sí señor enseguida Comonó cuandoquiera” El poema “Lunes” refleja lo que todos sentimos los lunes por la mañana, pero Benedetti consigue de alguna manera transmitir una vida que está compuesta casi únicamente de lunes: “Volvió el noble trabajo Pucha qué triste Que nos brinda el pan nuestro Pucha qué triste (…) Volvió el noble trabajo Aleluya Qué peste Faltan para el domingo Como siete semanas” Y luego está “Angelus”, tal vez el poema más triste del poemario: “Quién me iba a decir que el destino era esto. Ver la lluvia a través de letras invertidas Un paredón con manchas que parecen prohombres El techo de los ómnibus brillantes como peces Y esa melancolía que impregna las bocinas. Aquí no hay cielo, Aquí no hay horizonte. Hay una mesa grande para todos los brazos Y una silla que gira cuando quiero escaparme. Otro día se escapa y el destino era esto.(…)” Vaya, quería hablar de versiones del infierno y me he acabado liando y me he puesto a hablar de trabajo y oficinas. Bueno, a lo mejor no me he liado tanto. Otros temas Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 19 abr, 2018