Emilio de Miguel Calabia el 30 jun, 2020 El metro iba abarrotado. Y hacía calor. Y estaba cansado. Y se estaba haciendo pis. Trató de distraerse mirando al resto de los pasajeros. La pareja de lesbianas jóvenes magreándose discretamente. El tipo de mediana edad con cara de aburrimiento y que lleva una vida de mierda. El oficinista delgadito que todavía está pensando en la conversación que tuvo con su compañero sobre el partido del domingo delante de la máquina del café. La señora gorda, que suda y suda, y a la que acompaña un señor también gordo, de esos que uno teme con horror que levanten los brazos y muestren los sobacos. El niño pequeño y repipi con la niñera paraguaya, que le tiene que explicar por enésima vez que es de mala educación señalar con el dedo, sobre todo a los señores gordos. Y, justo a su lado, un chino. Completamente calvo y con una frente tan amplia que seguro que en la cabeza le caben un millón de ideas. Llevaba anteojos redondos y una perilla blanca y tenía el aspecto de ser muy sabio, algo así como Confucio, o Laotsé, o Fumanchú, que los chinos antes de los todo a 100 eran muy sabios, pero luego se pusieron a vender cosas y como que se estropearon. Se apoyaba en una muleta, que no parecía china. O a lo mejor sí, que los chinos producen de todo. De todo menos jamones ibéricos y chorizos de cantimpalo, que aún no han aprendido el secreto. En esto vio que la señora menopáusica que llevaba una bolsa de Caprabo en el regazo hizo ademán de levantarse. Y también vio que el chino también lo había visto. Adelantó un pie y tan pronto como la señora se hubo levantado, hizo un complicado malabarismo por el que dio otro paso, mientras se giraba y se sentaba en el asiento una fracción de segundo después de que el culo de la señora lo hubiese abandonado. Fue una maniobra tan rápida, que se le escapó una gota de pis, que creó una mancha pequeña y vergonzante y con forma de flor en su pantalón. El chino, que con la muleta y su pie lesionado, apenas había llegado a hacer un mínimo movimiento de aproximación le miró con odio. Pero el cansancio y el calor eran mayores y su gesto pasó del odio a la pena. Sus ojos rasgados miraron hacia abajo, como cansados de tanta miseria y señores gordos como hay en el mundo. Su frente se arrugó y adquirió la textura de un acordeón. El chino ya no parecía un chino sabio, sino un hombre derrotado, como él mismo cada vez que entraba en el despacho del encargado para pedir un aumento y salía sin haberse atrevido a abrir la boca. Esa comparación entre el chino y él tal vez le hubiera movido a la compasión en otro momento, pero hacía calor, estaba cansado y se estaba meando. El chino le miró intensamente con una cara de pena tan concentrada que parecía que hubiera perdido a sus padres y sus abuelos de una tacada y no simplemente que le hubieran arrebatado un asiento del metro un día caluroso de agosto. Cada uno sufre por lo que quiere. El chino se dirigió a él: “Tendría la bondad de dejarme sentarme. Estoy lesionado.” “Tú estás lesionado y yo me meo”, pensó. “Cosas de la vida. No es nada personal, pero hoy te toca joderte un ratito, como a mí me ha tocado joderme tantísimas veces.” “No”, respondió escueto, porque tampoco se trataba de hacerle partícipe de sus pensamientos secretos sobre la injusticia de la vida y las gotas de pis que se te escapan a poco que hagas un movimiento brusco. El chino le miró con el odio reconcentrado que ponían las decenas de chinos que siempre rodeaban a Bruce Lee en las películas de kárate y que luego eran tan tontos que le iban atacando de uno en uno, para que no le costase demasiado derrotarlos. “Que vivas tiempos interesantes”, le espetó y se dio la vuelta, para no verle y él agradeció que le diese la espalda, porque no le gustaban los gestos intensos, ni cuando son de odio ni cuando son de pena. Esa noche Elena le dijo que quería divorciarse. Dos días después, en las noticias hablaron de unos casos de una neumonía muy extraña que habían aparecido muy lejos, en una ciudad de China. Mis cuentos Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 30 jun, 2020