Se despiden Extremoduro.
Primero se lee la noticia y es como una más. Se juega el Clásico. Reuniones PSOE-ERC. Muere Patxi Andión. Pero… ¡Se disuelve Extremoduro!
Lo que ha sido ese grupo…
Para sus seguidores imagino que mucho, porque hasta para sus no seguidores lo fue.
Extremoduro fue para algunos la frontera, pinchos sonoros, el inicio de lo no-comprensible. Era el himno de Lo Otro, de la otredad.
Sus canciones, sus camisetas, su lirismo calimochero abanderaban un mundo que se respetaba, pero con el que no se tenían relaciones diplomáticas.
Bares donde no entrar, peña que daba legítima pereza, barrios a los que no ir (o de los que salir)…
Una sola camiseta de Extremoduro y ¡zas! irse por piernas.
Muerta por un tiempo la música de discoteca, entre la pachanga pija y el reinado barriobajero de Extremoduro, quedaba el indie incipiente. El indie sobre todo gustaba porque no era de aquí.
Porque lo de aquí realmente era Extremoduro, la antítesis. La monarquía roquero-callejera de Robe Iniesta y los suyos. Su mundo de griterío, de mitología drogota no neoyorquina, de obvias guitarras machas, de rabia social indeterminada que nos parecía facilona y de un folleteo que juzgábamos sobre todo inmerecido, inexplicable.
De Extremoduro lo rechazábamos todo. Estilo, letras, cosmovisión y hasta su estirpe de Melendis, Estopas y demás, pues su influencia acabó siendo enorme.
Su sonido era visto como la herencia musical del kinki setentero, guitarras “carabancheleras”, que diría Rosendo, sobre un fondo de feísmo y cursilería en versos con “coños” y “lunas”.
Pero esa crudeza sucia y greñuda de los Extremoduro, esa naturalidad sudorosa, se llevaba mucho público femenino en la época en que otros intentábamos peinarnos como romanos. ¿Cómo iban ellas a elegir algo así?
El rock era eso. Aquí el rock eran ellos y su nombre reinaba en pupitres, paredes y puertas de lavabos.
Porque por mucho que se evitara a Extremoduro, la noche, las calles le pertenecían y raro era no acabar, a falta de otra cosa, en algún bar escuchando el monumental “So payaso”. Y una vez allí ¿qué ibas a hacer?
Rodeado de ellos, se acababa usurpando (con muy poca vergüenza) la emoción perroflauta. Ponían la monumental “So Payaso” y aunque al principio uno se resistía poniendo cara de musicólogo ante una danza zulú, hacíendose el estrecho, a medida que esa canción progresaba se movían los pies, el cuerpo, los brazos, y se acababa cantando el himno, berreando el himno, porque era un himno. Un himno tremendo. En esa canción cualquiera reconocía al gran hacedor de canciones.
Extremoduro siempre te lo ponía una chica, que oía la música mejor, o el último bar abierto. Su reinado era indiscutible.
Extremoduro estaría cerrado a “la sociedad”, al “sistema”, pero abierto al amor.
La mirada de superioridad hacia Extremoduro fue un error y un acto de estupidez. EL indie eran los “angloaburridos”, que diria Umbral, y lo castizo real era Extremoduro. Lo de aquí, la vida sentida, no la pantomima escapista.
Pocas canciones españolas reflejan mejor cierta, digamos, dinámica juvenil que “Salir”. Ese estribillo:
“En salir, beber, el rollo de siempre
Meterme mil rayas, hablar con la gente
Y llegar a la cama y “joder, qué guarrada sin ti”.
En otros versos veías de repente (como en los Smiths, pero aquí) la incomprensión generacional o la conyugal, según edades, la soledad del cuerpo de hombre en habitación de niño o del golferas reincidente: “Y al llegar a casa, me saludan: Oye, ¿dónde vas cabrón?, ¿dónde te has metido?” (hermana ya adulta del dónde has estado de “Cena Recalentada” de Golpes Bajos).
Pero en Extremoduro no había lamento, lloriqueo, sino reafirmación, rabia, y por eso en “Salir” el estribillo se repite como Luis Aragonés el “ganar y ganar y ganar”: con encono, por cojones, para acabar después en ese lirismo suyo de “¿Dónde estarán los besos? Se los han quedao las flores”.
Las “flores” de Iniesta, de todas sus canciones bonitas, las que salen, por ejemplo, en “Si te vas” (“Yo me pongo palote solo con que me toque”). Las flores de Iniesta eran flores vivas, flores que decían cosas. Flores no gastadas, flores de realidad poética. Poeta es quien dice flor y la flor vive.
Gran retratista generacional, sincero, sin gilipolleces ni imposturas, diciendo realidades como se dirían en la esquina: “Y al día siguiente ya no me acuerdo de ná”.
De tan poco que es un milagro recordar a quien nos puso alguna de esas canciones. Así que gracias.