
La etnia wa de las montañas de Birmania ha estado siempre asociada al tráfico de drogas en el imaginario colectivo. Esta identificación se veía reforzada por el hecho de que las montañas donde viven son las más agrestes del país y la naturaleza belicosa de los wa no invitaba a visitar su territorio para ver lo que pasaba realmente.
Por todo ello, tiene mucho valor el libro del periodista basado en Chiang Mai, Patrick Winn, “Narcotopia” que ha publicado la editorial Amok con un prólogo de Roberto Saviano. Es un libro que casi se lee como una novela de aventuras, con personajes inolvidables y giros en la trama a cada momento.
El hilo conductor de la historia es un personaje fascinante, que combinaba un acendrado amor a su etnia con la obstinación que nacía de su fe religiosa baptista y un cierto complejo mesiánico. Ese personaje es Saw Lu, descendiente de una familia baptista a la que convirtió un misionero norteamericano con tintes de leyenda, William Marcus Young de Nebraska, denominado el Hombre-Dios. La vida de Saw Lu ha sido tan extraordinaria y ha dado tantos bandazos, que uno podría pensar que la Providencia tenía un plan para él o simplemente que le estaba jugando una suerte de broma cósmica.
Saw Lu comenzó su vida intrépida en 1966 como un misionero que quería terminar con la costumbre ancestral de su pueblo de cortar las cabezas de los enemigos y de los que simplemente pasaban por ahí. Para ello se instaló en la población de Pang Wai. Si nosotros no conseguimos terminar con el cambio de horario a pesar de que lo pide la mayoría de la población, imaginémonos lo difícil que era convencer a los wa para que dejaran el deporte de cortar cabezas. Pues bien, Saw Lu lo consiguió.
En aquellos momentos la junta militar birmana hacía frente a una situación difícil en sus fronteras. Tras el golpe de estado de 1962, el país estaba exhausto. Los militares no controlaban una buena parte de las montañas fronterizas. Temían que los comunistas chinos pudieran cruzar las fronteras e invadir el país. El territorio wa era una incógnita para el gobierno de Rangoon; no sabían nada de lo que ocurría ahí. De alguna manera se enteraron de la existencia de Saw Lu y le reclutaron como agente. Su misión sería pacificar a los wa y conseguir que dejaran de matarse entre sí. A continuación debería prepararlos para luchar contra los comunistas.
Una cosa que advirtió Saw Lu fue el peso que tenía el opio sobre los wa. Los wa dedicaban una buena parte de su tiempo a cosechar opio, que no consumían. Los compradores eran chinos del Kuomintang. Durante la guerra civil china una unidad del Kuomintang quedó varada en las montañas de Birmania y para los años sesenta se habían convertido en traficantes de opio cuyo producto terminaba en Chiang Mai. Saw Lu haría una de la erradicación del opio entre los wa una causa propia.
La venta de opio había propiciado la aparición de varios señores de la guerra que controlaban la venta de opio a los chinos y ejercían su dominio sobre numerosas plantaciones de adormidera. Los tres grandes señores de la guerra podían ser descritos así: “Uno de ellos es extravagante: lleva relojes de oro- un artefacto ostentoso en un lugar en el que los habitantes no conocían otro reloj que el sol- (Mahasang). Otro es cruel; dirige el clan de cazadores de cabezas más prestigioso (Shah). El tercero es un brujo; esculpe pequeños animales de barro, los agita en la mano y los hace bailar, y cuando está furioso, se transforma en un tigre (el autodenominado Maestro de la Creación).”
Saw Lu tuvo noticias de historias que hablaban de aviones que lanzaban armas en las montañas wa desde hacía años. Quien las lanzaba era la CIA, para ayudar a las fuerzas anti-comunistas de las montañas. Saw Lu entendió que si quería triunfar, debería convertirse él mismo en señor de la guerra. Utilizando la justificación del anti-comunismo logró convertir a los habitantes de Pang Wai en una fuerza militar eficaz. La junta militar birmana le apoyó con el envío de armas y municiones. Intentar controlar militarmente las montañas wa era demasiado difícil. Mejor mantener buenas relaciones con los señores de la guerra existentes.
Aquí conviene hacer un paréntesis para referirse a la CIA, uno de los grandes villanos en esta historia, en la que apenas hay hombres buenos. En los años 50, en connivencia con el Kuomintang que se había retirado a Taiwán, organizó el envío de armas a los exiliados chinos que se habían quedado en Birmania. La idea era convertirlos en una poderosa fuerza militar que volviese a China y, con la colaboración del Kuomintang, recuperase el país de los comunistas. La idea era bastante descabellada, unos miles de combatientes contra más de un centenar de miles de tropas del Ejército Popular de Liberación: era una mezcla de hybris y de desconocimiento de la situación real en China.
Varias intentonas fracasaron estrepitosamente como cabía esperar. Los Exiliados (Patrick Winn denomina así a los grupos de chinos que se habían quedado varados en la frontera) entendieron que era una quimera pensar en recuperar China. Mantuvieron la ficción de que seguían interesados en esa operación y utilizaron los suministros que los norteamericanos seguían enviando para convertirse en una red de traficantes de opio. Aquí tuvieron más éxito. Se hicieron con el monopolio del opio cultivado en las montañas del este de Birmania y las autoridades birmanas no se atrevieron ni a rechistar; carecían de medios para hacerles frente. Los Exiliados consiguieron exportar unas 500 toneladas al año, convirtiéndose en los proveedores de la tercera parte del opio mundial.
La CIA les prestó sus aviones para que enviaran su droga a Bangkok y allí policías tailandeses corruptos a sueldo de la CIA les ayudaban a descargar los cargamentos. La CIA valoraba el control que los Exiliados ejercían sobre un territorio fronterizo con China que ni Tailandia, ni Birmania podían controlar. Eran los tiempos de la guerra de Vietnam y la lucha contra el comunismo primaba sobre cualquier otra consideración. La ironía es que una parte importante de la droga que vehiculaba la CIA terminaba en las venas de los soldados norteamericanos en Vietnam. Se estima que uno de cada seis soldados norteamericanos en Vietnam se convirtió en un adicto a la heroína.
Las motivaciones de los Exiliados eran más complejas. Odiaban a Mao, pero ése no era su principal acicate. Lo principal era insertarse como un peón norteamericano en la Guerra Fría. De esta manera dejaban de ser un cártel de narcotraficantes para convertirse en aliados de EEUU en la lucha contra el comunismo en Asia.
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