Emilio de Miguel Calabia el 04 abr, 2018 Una vez tuve una historia con una casada. Era alta, guapa y tenía un aire de tristeza. Se llamaba Carmen. Era una clienta regular de la frutería. Se veía a las claras que no entonaba en este barrio de clase media baja donde las mujeres llevaban abrigos de trapillo, decían “ejque” y sus conversaciones se reducían al último programa de escándalos de la televisión. Yo tampoco entonaba en el barrio. Si mi padre no se hubiera arruinado cuando cumplí los veinte años, ahora sería ingeniero y estaría construyendo presas en algún lugar del mundo. En lugar de eso, tengo que dar gracias porque a los cuarenta tengo mi propia frutería en un barrio que habría despreciado cuando era niño. Carmen tenía el aire de una mujer infeliz en su matrimonio. Lo de que estaba casada resultaba obvio por el anillo. Después de cinco años de divorciado es lo primero que hago con una mujer, mirarle a las manos para comprobar si está libre o no. Si lleva anillo, me olvido, que no quiero jaleos y bastantes mujeres solas pidiendo guerra hay en la cuarentena como para meterse con la mujer de otro. Lo de la infelicidad también resultaba obvio para alguien que está todo el día rodeado de mujeres. La infelicidad se lleva en la cara. Es esa manera de fruncir los labios hacia abajo, de mirar hacia el suelo mientras se habla, de hablar quedo, sin energía, como si uno se dijese que para lo que va a decir y el caso que le van a hacer, mejor se queda callado. No me van las casadas ni las mujeres tristes y sin embargo con Carmen hice una excepción. ¿Por qué? Porque era guapa, eso sin duda. Pero también porque exhalaba una dulzura que pocas veces me he encontrado. La veías y te decías que debía de ser maravilloso que esa mujer te abrazase. Un poco como regresar a los abrazos de tu madre cuando después del baño te secaba con la toalla y te estrechaba. Un día que la encontré especialmente alicaída, al darle la bolsa con el pedido, le metí unos cuantos arándanos. – No he pedido arándanos. – Son regalo de la casa. – ¿Y eso?- Por el gesto de extrañeza, se veía que no estaba acostumbrada a que tuviesen detalles con ella. Posiblemente su marido no viese en ella más que otro mueble de la casa. – ¿Hace falta un motivo para regalar algo? Hoy luce el sol, se acerca la primavera y estamos vivos. ¿Necesitamos más excusas? – Es usted un poeta.- Quiso que fuera una broma, pero le salió con respeto y algo de cariño. – Será que usted me ha inspirado- me salió inesperadamente. Soy de acariciar los oídos de las mujeres, pero no así de repente y menos con una casada y en la frutería. Se despidió y me lanzó una sonrisa pícara. Era la primera vez que la veía sonreír y me gustó. A partir de aquel día se estableció una complicidad entre nosotros. Ya no era una simple clienta que venía, escogía, pagaba y se iba. Noté que, mientras pagaba, le gustaba darme un poco de palique. Incluso vi que a veces se demoraba un poco, para dar tiempo a que hubieran salido las demás clientas y que despachásemos a solas. Un día le propuse que quedásemos a tomar café después del cierre. Ya me había empezado a gustar y todavía creía que el anillo de su dedo era una suerte de talismán que impediría que fuésemos demasiado lejos. Quise creer que le estaba haciendo una propuesta inocente, algo normal entre personas entre las que se ha generado confianza. E insistí en seguirlo pensando a pesar del entusiasmo con que me respondió que sí y la prontitud con la que fijó la cita para dos días después. Pero esa noche me costó conciliar el sueño. Apenas cerraba los ojos, me ponía a pensar en ella y en nuestra cita. Me di cuenta de que me había enamorado de una mujer casada. Lo que siempre me había dicho que no me sucedería. Y el pensamiento de que lo más que habría entre nosotros sería una amistad platónica, porque no podría haber otra cosa, en lugar de tranquilizarme, hacía que me revolviese insomne en la cama. Ahora sé que nada en aquel encuentro fue casual y que ambos íbamos a lo mismo, aunque no quisiésemos reconocerlo. Habíamos quedado en una cafetería del centro, lejos del barrio. La impaciencia hizo que llegase quince minutos antes y, para mi sorpresa, allí estaba ya Carmen, sentada en un velador. Se había puesto una falda corta que dejaba ver unas piernas largas y bien moldeadas. Llevaba también una chaquetita ocre que, aunque yo no entiendo mucho de esas cosas, me di cuenta de que debía de ser de una buena marca. Y, lo mejor de todo, cuando me dio la mano al saludarme, me di cuenta de que no llevaba el anillo de casada. Hablamos de todo y de nada. Fue una conversación nerviosa, en la que se nos escapaban risitas sin sentido y en la que lo principal no era lo que decíamos, sino el intercambio de miradas y cómo las manos se iban acercando hasta casi rozarse. Nos las cogimos. Fue tan repentino, que no sé de quién fue la iniciativa. Nos miramos un momento a los ojos, como si no nos lo creyéramos, y nos besamos. El primer beso fue tierno, como de adolescentes que se estrenan, pero el segundo fue largo y profundo. Carmen besaba muy bien y había en sus besos una suerte de desesperación, como si llevase años sin dar un beso a alguien. – ¿Damos una vuelta?- sugirió. Pagamos, nos levantamos y nos fuimos. Callejeamos. Al principio uno al lado del otro un poco distanciados. Luego nos fuimos acercando. Le pasé el brazo por la cintura y ella hizo el mismo movimiento. No había caminado así con una mujer desde que tenía veinte años. Apenas conocía a Carmen y ya me sentía como si la hubiera conocido de toda la vida, como si fuese mi primera novia. Le dije: “Contigo al fin del mundo”. No sé qué impresión daríamos, dos maduros que caminan como dos adolescentes, embelesados, riendo tontamente, ajenos a todo lo que les rodea. Me daba lo mismo lo que la gente pensase. Era feliz. Mis cuentos Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 04 abr, 2018