Emilio de Miguel Calabia el 27 ene, 2019 Tadzio Se dio cuenta finalmente de que era homosexual, cuando echaron por la tele “Muerte en Venecia” y se pasó toda la película insultando a Dirk Bogarde, porque no tenía el valor de aproximarse a Tadzio y decirle que le amaba. Esa noche se hizo una paja pensando en Tadzio y ya no volvió a pretender excitarse pensando en chicas. Y ahora, muchos años después, Dirk Bogarde era él y Tadzio era ese chico rubio y un poco lánguido que llevaba una hora tomando el sol al lado de su sombrilla. En ese rato el chico se había extendido crema bronceadora, había hojeado una revista de cine, había bebido un par de veces de un botellín de agua, se había tumbado boca arriba, con los ojos cerrados y esa expresión de felicidad que tienen los que pasaron la noche entre brazos amantes. Ramón observó la escena como quien asiste a una obra de teatro. Casi con veneración. No, veneración no era la palabra. Excitación más bien. Por primera vez en muchos meses tenía una erección espontánea. Dicen que con la edad baja la líbido y uno afronta la vida con más serenidad, porque ya no tiene que hacer sacrificios regulares a la Bestia para tenerla satisfecha. Puede que fuese cierto con otras personas. A él la líbido desfalleciente le había traído frustración, no serenidad. Su Tadzio ahora se había dado la vuelta y yacía boca abajo. Le examinó detenidamente. Los pelillos rubios de la nuca, la curva de la espina, las nalgas cubiertas por el bañador, pero que imaginaba recias. Dirk Bogarde muriendo en una playa de Venecia, contemplando a Tadzio, a un Tadzio que nunca sabría del amor y de la fascinación que había producido en un compositor… Él no era Dirk Bogarde, él podía cambiar el final de la historia, no tenía más que acercarse al joven, decirle algo, descubrir sus cartas. Aunque Tadzio rechazara sus avances, al menos lo habría intentado y le quedaría en el recuerdo su sonrisa, mientras le decía que no. Él no era Dirk Bogarde. Él no era un compositor romántico, interesante y rico. Él era un contable aproximándose a la sesentena, que nunca había estado en Venecia, que la única vez que estuvo en París con un tour guiado tuvo una poco romántica diarrea y se perdió casi todo. Otro joven rubio apareció, se acuclilló ante la cara lánguida de Tadzio y le susurró algo. Tadzio abrió los ojos lentamente y sonrió como solo se sonríe a los amantes de una noche. El otro le tiró del brazo. Tadzio se incorporó. Juntos de la mano, fueron hacia la orilla. Mohamed A dos manzanas de su bloque de apartamentos, en primera línea de playa, estaba el pub Casandra. Aunque tuviese el nombre de “pub”, era más bien una cafetería con ventanales que daban al mar y mesas largas, que uno compartía con desconocidos. Su especialidad eran los cubatas, que servían en unos vasos de tubo que hacían pensar en las películas de los 70. El “Casandra” era el sitio al que uno iba a parar si no tenía pareja y estaba lo suficientemente desesperado. Los parroquianos eran hombres entre los 50 y los 70, gordos, calvos, con la sonrisa carcomida de caries, cuando no era postiza. Algunos lucían bronceados y colgantes de oro y acaso tatuajes en los brazos, para darse un aire de viejos lobos de mar, de hombres viajados, que estaban de vuelta de todo, menos de algún culito joven y respingón. A Ramón le daban asco; prefería a los que eran como él, hombres vulgares, sin vidas interesantes y ni bronceados, ni músculos, que sabían que estaban fuera del mercado y que tenían que pagar los orgasmos a precio de oro. Una cosa buena de tener la líbido baja, es que ahorraba mucho. En la escuela de contabilidad Las Ramblas, le habían enseñado hacía muchos años que toda demanda genera su propia oferta. Él formaba parte de la demanda. La oferta eran jovencitos que a partir de las diez se dejaban caer por el Casandra. Solían ser cetrinos y musculosos. Llegaban, se pedían una tónica y desde la barra examinaban el ambiente. Halcones buscando una presa. Otras veces, buitres oteando a la caza de algún sesentón lo suficientemente desesperado como para pagar un orgasmo a precio de cena en un hotel de cinco estrellas. El chico que no le quitaba ojo desde la barra tendría unos veinticinco años. Tez morena, pelo ensortijado, ojos muy negros. Llevaba una camisa sin mangas y un pantalón muy ceñido. Aunque a Ramón le iban más los rubios, tuvo que admitir que era un bellezón. El muchacho se acercó a su mesa. Tenía andares que querían mostrar seguridad, pero que le daban un aire de mafioso de película de la serie B. A Ramón no le gustaban esos ademanes impostados. Si él iba a pagar, que el chapero mostrase alguna sumisión, como la del camarero servicial que espera una propina mayor de la habitual. Acaso fuesen las mañas de contable resabiado, acaso fuese que hacía mucho que no tenía un orgasmo gratuito, ahora todo lo veía en términos de oferta-demanda, rentabilidad y utilidad marginal. La utilidad marginal del chapero después del orgasmo se suele acercar a cero. – ¿Puedo sentarme? La frase decepcionó a Ramón. Puede que fuese un casi sesentón gordito y poco atractivo, pero ya se podía haber trabajado la presentación un poco más. Hizo un gesto con la cabeza como diciendo que adelante, que la comedia podía empezar. Hubo un momento de silencio. El chico no acababa de calar a Ramón y para Ramón todo aquello tenía el aire de una comedia mala que ya había vivido muchas veces. – ¿Qué tomas? – Un gin-tonic- respondió mostrando su cubata de JB con coca-cola. El chico se quedó un momento parado y luego se echó a reír. Lección 1 en el manual del buen chapero: cuando no sepas cómo reaccionar con la presa, ríete. – Me llamo Mohamed.- Le tendió una mano de dedos finos y uñas cuidadas. – Fernando- Le estrechó la mano con desgana. – Soy de Marruecos. De Tánger. ¿Has estado en Tánger? – Lo más al sur que he ido ha sido Almería. No necesito conocer nada que esté más al sur. Mohamed le miró frunciendo algo el ceño, gesto que el manual del buen chapero desaconseja vivamente. – Deberías viajar a Marruecos. Te gustaría. Tenemos las mejores playas del mundo. Tenemos de todo: montañas verdes, el desierto, ruinas romanas…- Ramón dejó de prestar atención. Hablaba como una guía turística. Era evidente que el chico se había follado a muchos turistas extranjeros en su país natal. – En España tenemos de todo eso. No hace falta viajar. – ¿Me invitas a una copa? – No. Mohamed se levantó medio ofendido y volvió a la barra sin mirar la vista atrás. Fijándose en su culito respingón, Ramón se preguntó porqué había sido tan borde y si la soledad es mejor que un rato de compañía mercenaria. No encontró respuesta a eso. Mis cuentos Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 27 ene, 2019