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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La última guerra poética (2)

Emilio de Miguel Calabia el

Existe otra poesía más terrible todavía, que es la de quienes fueron a la guerra de Vietnam y vivieron de primera mano el horror. Los poemas de esta categoría no se andan con contemplaciones, son como puñetazos bien dados que aturden al lector.

El poeta afroamericano Yusef Komunyakaa participó en la guerra de Vietnam. Uno de sus poemas que más me gustan es “La calle Tu Do”. De este poema me gusta la contradicción de esos soldados que por la noche podían estar flirteando y acostándose con unas mujeres vietnamitas que les fascinaban y al día siguiente podían estar despanzurrando a sus hermanos con sus obuses. También está la extrañeza, para alguien que viene de una sociedad racista, de saber que esa mujer con la que te estás acostando, quizás hace media hora hizo el amor con un soldado blanco.

“(…)

Cuando pido una cerveza, la Madame

detrás de la barra actúa como si no

me entendiese, al tiempo que sus ojos

esquivan las caras blancas y Hank Williams

suena en la gramola sicodélica.

Nos hemos traicionado allí donde

solo el fuego de las metralletas

nos une. Bajando la calle

los soldados negros también tienen su territorio.

Una señal de zona prohibida me empuja

dentro de las avenidas y busco la dulzura

detrás de esas voces

heridas por la belleza y la guerra.

De vuelta en el campo en Dak To

y Khe Sanh, luchamos

contra los hermanos de estas mujeres

que hoy corremos a abrazar.

Hay más de una nación en nuestro interior,

soldados negros y blancos tocamos las mismas amantes

con minutos de diferencia, saboreando

cada uno el aliento de los demás

sin saber que esas habitaciones

penetran en nosotros como túneles

que llevan al infierno.”

Una de las primeras recopilaciones de poemas escritos por combatientes fue “Conquistando las cabezas y los corazones”. Éste era uno de los eslogans del Ejército, el esfuerzo por conquistar las simpatías de los campesinos vietnamitas, mientras los rociaban de napalm. Los estrategas habían comprendido que para vencer la guerra había que atraerse a la población vietnamita. Sólo les fallaban los métodos.

“Todo nuestro miedo

Y odio

Brotó de nuestros rifles

Contra

El hombre de negro.

Mientras perdía la cara

En el humo

De una granada de fragmentación que explotaba”

Este poema de Frank A. Cross es más bien malo, pero la sensación de instintos primarios desatados en una orgía de violencia está conseguida.

La experiencia de la guerra tiene muchas facetas. Hay un poema de esa antología, escrito por el médico militar Herbert Krohn, que me gusta porque el autor aún es capaz de conservar su empatía por el otro:

“¿Qué es un hombre sino las tripas

Y el corazón de un granjero que canta

Que planta su arroz en la estación

Haciendo una reverencia entonces al río?

Yo soy un granjero y sé lo que sé.

La cosecha de este mes es arroz verde y alto

La cosecha del mes próximo serán hordas de escarabajos hambrientos.

¿Cómo puede haber paz en un país verde?”

Para muchos soldados el regreso a casa no trajo la paz, sino la repetición de la guerra en sus cabezas. El síndrome de estrés post-traumático. Hay un poema de Robert Miller llamado Nam-Mare (el título del poema es intraducible. En inglés pesadilla es “nightmare”; ‘Nam” es la segunda sílaba de Vietnam), cuyas dos primeras estrofas transcribo:

“En sueños vienen a visitarme

Los amigos perdidos, de nuevo los veo,

Desde las regiones etéreas me llaman,

Sus vidas recuperadas de la memoria.

 

Los morteros golpean, los helicópteros agitan

El polvo, la arena, el calor húmedo,

Sudo y me giro en la noche

Cada vigilia termina con la luz de la mañana

(…)”

Somos tan occidentalocéntricos (perdón por el neologismo), que cuando hablamos de la poesía sobre la guerra de Vietnam se nos olvida que también hubo mucha poesía del otro lado.

Los poemas vietnamitas sobre la guerra que he leído destacan más bien por la contención, el estoicismo y el patriotismo. Es como si la guerra fuese una catástrofe natural que había que afrontar por el bien de la nación. El individuo es prescindible; cumple con su deber y muere si es preciso, en aras de un bien mayor, como en este poema de Lam Thi My Da:

“Un trozo de cielo sin bombas

Tus amigos decían que tú, una obrera,

Tenías tal amor por tu país, corriste

Senda abajo aquella noche, agitando tu linterna

Para salvar el convoy, atrayendo las bombas sobre ti.

 

Pasamos por el punto donde moriste,

Intentamos imaginarmos la muchacha que habías sido una vez.

Amontonamos piedras en la tumba desnuda

Añadiendo nuestro amor a una pila de piedras que crecía

(…)”

Uno de los poemas vietnamitas más chocantes y más horriblemente hermosos es “Algunos regalos para expresar mi amor” de Tran Da Thu:

“Te doy un rollo de alambre de espino.

Algún tipo de enredadera de esta nueva era,

Que sigilosamente se enroscó hoy en torno a mi alma.

Éste es mi amor, acéptalo sin preguntas.

Te doy un camión con explosivos.

Explota en medio de una calle abarrotada,

Explota y lanza trozos de carne.

Ésta es mi vida, ¿lo entiendes?

(…)”

El 2 de noviembre de 1965 Norman Morrison se roció con gasolina y se prendió fuego bajo la ventana del Secretario de Defensa Robert McNamara, en protesta por la guerra de Vietnam. 34 años después Anne, su viuda, viajó a Vietnam y descubrió que su marido allí era un mito: un americano que había empatizado tanto con los vietnamitas a los que su país bombardeaba, que se había inmolado. El poeta vietnamita To Huu escribió cinco días después de la muerte de Norman el siguiente poema:

“Emily, hija mía,

se está haciendo oscuro

no puedo llevarte a casa.

Cuando mi cuerpo arda en llamas esta noche

tu madre vendrá a buscarte.

Por favor, corre hacia ella, rodéala con los brazos y bésala por mí

y ayúdame a decirle

que me voy con alegría. Por favor, no estés triste.

El momento en el que mi corazón es más recto,

quemo mi cuerpo

con el fuego, brilla

la verdad.”

Las guerras no se terminan cuando dejan de caer las bombas. Las guerras continúan muchos años en el corazón de quienes las vivieron y en el de sus hijos y sus nietos. Tal vez las guerras no se terminen mientras no muera el último anciano que de niño oyó a su abuela historias de la guerra.

Ocean Vuong nació en Ho Chi Minh, la antigua Saigon, en 1988. Era nieto de una campesina analfabeta vietnamita de la que se enamoró un marine norteamericano. Cuando tenía dos años, la condición de mestiza de su madre hizo que fueran evacuados a Filipinas. En varios de sus poemas puede verse lo que tardan en terminar las guerras en la memoria de los hombres. Transcribo algunos fragmentos de “Besar en vietnamita”, que me encanta:

“Mi abuela besa

Como si estallasen bombas en el patio de atrás

Donde la menta y el jazmín entrelazan sus perfumes

A través de la ventana de la cocina,

Como si en alguna parte, un cuerpo estuviese reventando

(…)

Cuando mi abuela besa, no hay

Besuqueos ostentosos, ni música occidental

De labios fruncidos, besa como si fuera a inhalarte,

La nariz apretada a la mejilla

[ésta es la manera tradicional de besar en el Sudeste Asiático, no la del beso en los labios]

De forma que tu olor es reaprendido

Y tu sudor se solidifca en gotas de oro

Dentro de sus pulmones, como si mientras te agarra

La muerte también, estuviera aferrando tu muñeca.

Mi abuela besa como si la historia

Nunca terminase, como si en alguna parte

Un cuerpo todavía

Estuviese reventando.”

Literatura
Emilio de Miguel Calabia el

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