Emilio de Miguel Calabia el 09 ene, 2022 En el siglo XVIII muchos judíos se hicieron preguntas sobre su religión. Unos pocos, como Maimón, encontraron que el estudio del Talmud era inútil. Otros, como Mendelssohn, buscaron un equilibrio entre el Talmud y los ideales del racionalismo y la Ilustración. Para otros, menos intelectuales, el rabinismo, con su énfasis en el estudio del Talmud y en una moral puritana, resultaba insatisfactorio. Así fue como surgió el hasidismo, que ponía el acento en la alegría del espíritu y rechazaba los formalismos. Para muchos judíos fue una liberación. En la difusión del hasidismo la narración de historias tuvo mucha importancia. Para personas semi-instruidas las doctrinas envueltas en el ropaje de los cuentos tradicionales tenían mucho más atractivo que la sequedad de las predicaciones rabínicas tradicionales. El narrador hasidí más notable, y también el más heterodoxo, fue Nachman de Bratislava, cuyas historias no se parecen a nada de lo que escribían los otros hasidíes. Los cuentos de Nachman fueron invenciones suyas. No se basan en cuentos populares preexistentes, aunque utilizan elementos y técnicas de éstos. Sus historias están plagadas de princesas, reyes y animales que hablan. Tienen elementos intemporales, que aparecen en las narraciones de todo el mundo: bebés intercambiados al nacer, héroes que parten en una búsqueda ardua. Son historias llenas de paradojas, en las que resulta difícil discernir el mensaje, aunque el objetivo último de Nachman era despertar religiosamente a los oyentes, un poco como las anécdotas que se suelen contar de los maestros zen. Un ejemplo de uno de sus cuentos desconcertantes, “El toro y el carnero”. En un país lejano un Rey decreta que todos sus súbditos tienen que convertirse o exiliarse. Algunos judíos eligen quedarse y seguir practicando su religión en privado. Uno de ellos se convierte en un ministro del Rey. Muere el Rey y le sucede su hijo. El Rey se entera de que hay una conspiración para derribarle. Se lo revela y cuando el Rey le pregunta lo que quiere como recompensa, el ministro pide simplemente que le dejen ser judío en público y llevar abiertamente su tallith (el chal que los judíos se ponen sobre los hombros en la oración) y su tefillin (cajitas de cuero que se pueden llevar en el brazo o en la cabeza y que contienen pasajes de las Escrituras). Hasta aquí la historia recuerda al Libro de Ester, aunque con una orientación más religiosa. A regañadientes, el Rey concedió lo solicitado. Su sucesor era un Rey muy sabio. Reunió a sus astrólogos y les preguntó qué podría destruir a sus descendientes. La respuesta fue “un toro y un carnero”; mientras los evitase, su linaje perviviría. A ese Rey, le sucedió otro que era un tirano. Conociendo la profecía ordenó que se eliminasen todos los toros y carneros del reino. A continuación prohibió a su ministro (que a todo esto había sobrevivido ya a tres reinados) que practicase abiertamente su religión. Tras esto, tiene un sueño en el que los signos zodiacales Tauro (el toro) y Aries (el carnero) se ríen de él. El Rey se da cuenta de que la amenaza contra su dinastía sigue vigente. Aterrado acude a un sabio, que le dice que en determinado lugar existe una varilla de hierro que sobresale del suelo; si va a ella, sus miedos desaparecerán. Como en los cuentos las cosas nunca son fáciles del todo,- exáctamente como en la vida-, le advierte de que para llegar a la varilla tendrá que caminar por un camino de fuego. El Rey llega al camino y observa que por él van reyes y judíos con su thallit y su tefilin. Asume que si esos judíos han podido, él también puede. Lo intenta y… arde y se convierte en basurilla. La explicación de lo sucedido es que la profecía se refería a los thallit, que se hacen con la lana del carnero, y a los tefilin, que se confeccionan con la piel de los toros. Los reyes que iban por el camino, eran reyes que se habían portado bien con los judíos. Moraleja de la historia: lo difícil no es recibir mensajes de Dios, sino interpretarlos correctamente. El cuento, por cierto, es un poco más pesimista que el Libro de Ester. Aquí los judíos no salen bien parados, ni se vengan de sus perseguidores. La única esperanza es que a la larga Dios no deja de castigar a los reyes inicuos. El Rey en el que Nachman podía estar pensando, – el Zar de todas las Rusias-, recibiría su merecido un siglo después. Desde el aplastamiento de la rebelión de Bar Kochba en el 135 d.C., la suerte de los judíos había sido la de ser una minoría, cuya suerte dependía de la benevolencia o malevolencia del gobernante de turno. En el siglo XVIII se les abrió otra vía: la asimilación, que a menudo,- aunque no siempre-, incluía la conversión o al menos una dilución su religiosidad y sus costumbres. A finales del siglo XIX, un publicista, Theodor Herzl, dio con una tercera vía para que los judíos pudieran ser un pueblo como los demás: la constitución de un Estado judío. Herzl era secular y en un principio no estaba tan interesado en el judaísmo como en el antisemitismo. Aunque en el Imperio Austro-Húngaro y en Alemania los judíos habían conseguido la igualdad de derechos, había surgido una corriente de odio contra ellos a la que pronto se le dio el nombre de antisemitismo. Era más que un mero repudio individual de los judíos; era un movimiento social abierto y que estaba orgulloso de serlo. Richard Wagner, su mujer Cósima, Elisabeth Förster-Nietzche, el alcalde de Viena Karl Lueger, el asunto Dreyfus son otros tantos ejemplos del antisemitismo finisecular, un antisemitismo que, incluso, te podía abrir la puerta de algunos salones. Una idea que tuvo Herzl para resolver lo que entonces se denominaba “la cuestión judía”, fue que todos los judíos en masa se convirtieran al cristianismo bajo los auspicios del Papa. Una ventaja de una conversión en masa es que ningún judío concreto sería señalado con el dedo por sus correligionarios. Es de esas ideas que las oyes y respondes al autor: “Genial, Flanagan, ¿qué estabas fumando cuando se te ocurrió eso?” La siguiente idea que tuvo pareció en su momento igual de descabellada: la creación de un Estado judío. En los meses siguientes al anuncio de su idea, tuvo que oír muchas veces la pregunta sobre los productos exóticos que fumaba. Otro habría tirado la toalla, pero Herzl optó por escribir un libro: “El Estado judío”. “El Estado judío” es un panfleto de ochenta y tantas páginas, en la que Herzl imagina cómo sería ese futuro Estado. Resulta curioso que, un libro que tuvo tantísima influencia y dio origen al movimiento sionista, resultase tan equivocado como profecía. Herzl imaginó un movimiento generalizado de los judíos europeos hacia su nuevo Estado. Aunque prefería que ese Estado estuviese ubicado en Palestina, no descartaba otras ubicaciones como Argentina o Uganda. El éxodo implicaría la liquidación de los bienes de los judíos en Europa. Parte de los fondos que se obtuvieran se utilizarían para la instalación de los judíos emigrados en su nuevo Estado y parte para la construcción de infraestructuras. Herzl imaginó que el proceso podría durar 20 años y pensaba que podría obtenerse la aquiescencia del Imperio Otomano, que entonces gobernaba Palestina. Herzl pensaba que una vez establecido el Estado judío, el antisemitismo desaparecería y los judíos no tendrían más enemigos. También pensaba que la población árabe que ya ocupaba Palestina, recibiría a los inmigrantes con los brazos abiertos, ya que apreciaría su impulso modernizador. Si el libro tuvo el impacto que tuvo, no fue por sus cualidades intrínsecas (pocas), como por la excelencia de Herzl como propagandista y la manera en que supo captar el signo de los tiempos. A diferencia de generaciones de judíos que habían soñado con el regreso a la Tierra Prometida desde una óptica religiosa y que habían estado esperando a un Mesías, Herzl utilizó el lenguaje de la modernidad: acción política, planificación económica, progreso tecnológico. Y además dio con un lema magnífico (los humanos somos seres simbólicos y un lema llamativo nos puede influir más que un discurso): “Si lo quieres, no es un sueño”. Herzl plasmó su idea de cómo sería el futuro Estado judío en una novela bastante mala, “Vieja nueva tierra”. Aquí le sucedió como a muchos escritores mediocres, cuando intentan escribir una obra con mensaje: el mensaje se come a lo literario y el resultado es un texto demasiado largo para panfleto y demasiado didáctico para novela. Más que contar la sosa trama de la novela, prefiero contar cómo es ese nuevo país que Herzl describe: ciudades hermosas; un canal que conecta el Mediterráneo con el Mar Muerto; ferrocarriles movidos por electricidad y no por carbón contaminante; las empresas funcionan como cooperativas de productores y consumidores; no existe la propiedad privada de la tierra, sino que es arrendada al Estado por 49 años; el periodismo (la profesión de Herzl) funciona de manera cooperativa y son los lectores los accionistas de los diarios; la población árabe de Palestina está encantada con la modernización que han traído los inmigrantes judíos y reina la armonía intercomunal. Herzl murió en 1904 y no llegó a ver ni el Estado que imaginó, ni el Holocausto y los horrores que lo precederían. El Holocausto aniquilaría la cultura judía que durante siglos se había desarrollado en el mundo germánico y en Europa Oriental y el Estado de Israel crearía un nuevo “ethos” judío. 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