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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El cuaderno del pendolista

Emilio de Miguel Calabia el

La lista de diplomáticos escritores es muy larga. La lista de diplomáticos buenos escritores es bastante más corta. Federico Palomera pertenece a la segunda. Si estuviera con ánimo provocador, le emparejaría con Agustín de Foxá y que él decidiese si se trataba de un halago o de un insulto. Como le tengo cariño, le emparejaré con Octavio Paz. Los dos son hombres que han vivido mucho y han reflexionado. Dos hombres con curiosidad intelectual, casi hombres renacentistas en la época de tuitter. Octavio Paz tuvo la suerte de no vivir lo suficiente para conocer tuitter; Federico no ha tenido tanta suerte, aunque él dirá que sí, porque no conocer tuitter implicaría que ya se habría muerto. El conocimiento de tuitter y la alopecia, dos cosas que no llegó a conocer Octavio Paz, es lo que más distingue a uno de otro.

“El Cuaderno del Pendolista” es una colección de relatos variopintos. El hilo conductor es un pendolista, tal vez el último de su profesión, que va escribiendo en su cuaderno. “Pendolista” es un nombre y una profesión que me gustan y que mis hijos no saben ni que existe. Si tuviera que traducirles el nombre del libro para que lo entendieran, lo llamaría “La cuenta de tuitter del influencer”. Acaso se enterasen de lo que va la vaina, pero la idea de Federico escribiendo cuentos a base de tuits hace que se me abran las carnes.

Federico es prolijo y barroco. Cuando te enfrentas a uno de sus párrafos verborreicos de doscientas líneas, sientes lo mismo que cuando tu abuela, después del chuletón con patatas, te trae un barreño de arroz con leche y quiere que te lo termines todo. Cuesta, pero merece la pena.

La verborrea de Federico es como una catedral gótica. No puedes dejar un capitel sin mirar, porque si lo haces seguro que te pierdes algo de valor. He probado a leerme esos párrafos interminables a razón de tres líneas el párrafo y he descubierto que me dejaba tantas pequeñas joyas que tenía que volver al principio. Un ejemplo:

“… Ciñéndose exquisitamente a esta situación, los comerciantes llevaron a cabo la presentación preliminar en el espacio neutral de un corredor ministerial, para a su vez ser presentados, ya de forma oficial, al militar en su propio despacho. Una vez realizada la presentación, el militar se enfrascó en una conversación cuyos extremos conocían todos excepto el encargado de las presentaciones oficiales, que se sentó en una silla a ojear los catálogos mortíferos que los otros, comerciantes de armas, ponían a disposición de sus sádicos clientes. Sobre el satinado papel del catálogo, profusamente decorado, se detallaban las espeluznantes características de la oferta, describiendo, con todo lujo de detalles, los efectos sobre un hipotético enemigo de la panoplia del grupo de empresas que los dos comerciantes representaban. Allá se describían los efectos 16 deletéreos de una granada de mano, de vocación ofensiva, que podía convertirse en defensiva por el sencillo expediente de introducirla en una carcasa de bolitas de metal que, en la refinada prosa del catálogo, “se incrustan en la carne del enemigo contribuyendo al cometido de cualquier arma: aterrorizar al enemigo y causarle bajas”. El funcionario, aún al tanto de la intención que animaba a sus acompañantes, no pudo reprimir un escalofrío de horror sin salir de su mutismo…” He extractado este fragmento para dar una idea. El párrafo original tiene 45 líneas.

El libro comienza con el cuento “Día de Reyes” que yo describiría como el “remake” de “¿Quién puede matar a un niño?” de Narciso Ibáñez Serrador hecho por un Alex de la Iglesia que se hubiera puesto hasta arriba de anabolizantes. “Día de Reyes” destaca porque es uno de los pocos cuentos de Federico que tiene diálogos ágiles y uno lamenta que no escriba más diálogos de este tipo:

“La niña le observó [al Rey Baltasar] con una mezcla de recogimiento e incredulidad:

– Los reyes de mi casa no llevan lentes.

— Yo sí.

— ¿Siempre has sido negro?

— No, solamente los días de fiesta.

— ¿Vas a llevarme en la carroza?

— A lo mejor. ¿Has sido buena?

— Sí, todo el año.

— Entonces, si hay sitio, te llevaré en la carroza.

— Es que no tengo traje de mariposa.

— Pues va a ser difícil.

— ¿Oye, tú sabes el futuro?

— Sí, pero no puedo decirlo.

— No te creo. Los Reyes no llevan gafas.

— Algunos las llevamos.

— ¿Por qué no tienes los ojos negros?

— Se me han puesto blancos de envidia al mirarte.

— Tú no eres rey ni nada.”

El siguiente cuento “Panta Rei” es el relato del viaje de unos españoles a la Birmania del dictador Ne Win, donde se acababa de desmonetizar la moneda. El relato se abre con una de esas disquisiciones en la que Federico mezcla facundia, erudición y reflexiones muy personales y que a mí me encantan:

“La pagoda de Botatung es hueca. Las paredes interiores están totalmente cubiertas de fragmentos de espejo, de forma que, al avanzar a lo largo de ellas, girando en torno al centro geométrico de la pagoda, la imagen del visitante se descompone en miles de reflejos irregulares, que revelan la radical condición ilusoria de la existencia personal, la inexistencia de una personalidad individualizada capaz de unir los fragmentos en un todo coherente. Todo es maya, ilusión engañosa. La ilusión, sin embargo, no es arbitraria, sino que se rige por una serie interminable de normas que forman una apretada red en torno a una realidad inexistente, de forma que es la red la que define la realidad y no viceversa. Y es tal la fluidez de la ilusión que las normas deben ser de una exuberancia exagerada, para impedir que la ilusión se deshaga…”

En “Panta Rei” Federico se explaya en algo que para mí es uno de sus puntos fuertes: la descripción de ambientes exóticos, donde lo surreal es la norma. El Macondo de García Márquez es puro costumbrismo comparado con algunos de los ambientes en los que ha vivido y que ha descrito Federico.

Carlos Fuentes tenía un cuento sobre un guerrero azteca que era capturado y en su agonía se desdoblaba en el guerrero y en un mexicano contemporáneo al que habían llevado al hospital y que creía que lo del guerrero era un mal sueño angustioso que le estaba aconteciendo. Leí ese cuento hace muchos años y ya no me acuerdo del título y hasta puede que la mitad de lo que he escrito sobre el cuento sea producto de un falso recuerdo.

En “Lufthansa”, Federico retoma esa trama. Aquí tenemos a un guerrero germano que acaba de ser herido de muerte que se sueña pasajero de un vuelo de Lufthansa con destino a Sidney. Allá donde el cuento de Fuentes es dramático y angustioso, Federico da a la historia un aire ligero y aprovecha para ilustrar al lector con ese conocimiento enciclopédico sobre los viajes en avión que tiene cualquier diplomático que lleve más de diez años en la Carrera:

“(…) El avión ronronea y las azafatas son solamente puntos de luz en la oscuridad del avión, como mariposas blanquecinas revoloteando en la noche artificial, transportando bandejas con tragos mientras la película continúa en silencio. Gottschalk sabe que es el mejor momento para atrapar a una de ellas, para conseguir que pliegue las alas y se pose en el brazo de su asiento, charlando con él mientras el hielo se derrite en su copa. Gottschalk tiene la inmensa paciencia del cazador, nacida de incontables vuelos en innumerables aviones…”

Yo le haría una sugerencia a Federico: ¿no sería más compasivo convertir a Gottschalk en pasajero de Ryanair? Así, cuando comprendiera que es un guerrero germano agonizante, morir en un pantano podrido le daría menos pena. Puede que ni notase la diferencia.

“Bucaneros” en otro relato en el que Federico muestra su maestría para describir lugares surreales; en este caso el Beirut de la guerra civil. Es un cuento de bazares donde se compra de todo, de cafés y narguiles, de milicianos que parecen sacados de la guerra de Gila, de restaurantes donde uno cena sin saber si le amenizará la velada un piano o el traqueteo lejano de los kalashnikovs… No puedo resistirme a no transcribir uno de los momentos que encuentro más gloriosos en el cuento:

“…Hace poco, [los milicianos] hasta se alquilaron para una película que debía rodarse en el destrozado centro de la ciudad. La productora proporcionaba la munición de fogueo, pero, cuando se acabó, para no interrumpir el rodaje, los milicianos figurantes se acercaron al director para decirle que no lo aplazara, que al fin y al cabo ellos estaban ahí para matarse y podían seguir rodando la película con fuego real…”

El penúltimo cuento, “Sigilo”, trata de un Embajador “la elegancia de Metternich, la astucia de Talleyrand”, y su Secretario de Embajada que van a hacer una gestión altamente reservada. El Embajador tiene que partir poco después y el Secretario de Embajada queda atrás como guardián de un gran secreto y entonces…

Y el último cuento, “Responso”, como el primero, es un cuento más de andar por casa. Se trata de un enterramiento, que le da juego a Federico para tratar a la muerte con un poco de ironía, que es lo que hacemos muchos cuando se trata de la muerte de otro:

“…Cerca de aquella tumba amenazada por la explosión vegetal, había otra pequeña, blanca, con una inscripción en francés tallada en el mármol de forma oblicua que siempre nos hizo, a los niños, mucha gracia, como si uno solamente pudiera morirse en latín o en castellano, como si el francés — por no hablar del italiano— fuera una lengua excesivamente frívola para la muerte.

El Director no, él se ha muerto en español y si me apuran, casi se muere en alemán, una cosa muy seria, poderosa, de acuerdo con esa enfermedad larga y pesada que ha hecho de sus últimos meses una especie de procesión lenta. Se le iba poniendo cara de mausoleo día a día y al final, se le adivinaba la calavera por debajo de la piel, sobre todo en las sienes, que son las que primero se descarnan y dejan adivinar, bajo el ángulo del pelo, la futura forma de la osamenta. Por eso la viuda tampoco debe estar tan triste, llevaba ya meses conviviendo con el cadáver,…”

Nada más oportuno que terminar una colección de cuentos con la muerte. No se me ocurre nada más definitivo.

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