Emilio de Miguel Calabia el 21 sep, 2022 Trump inició su presidencia repitiendo el modelo de Obama, que no había funcionado. En una intervención el 21 de agosto de 2017 en Fort Myer (Virginia), Trump reconoció el cansancio bélico y dijo que tras haber realizado una exhaustiva revisión de la estrategia, había decidido enviar más tropas y ampliar las operaciones estratégicas. Con su típica retórica, anunció: “Nuestras tropas lucharán para ganar (aparentemente, según Trump, hasta entonces habían estado luchando para perder). Lucharemos para ganar. A partir de ahora, la victoria tendrá una definición clara.” Un acierto de Trump con respecto a Obama fue la decisión de hacerlo todo en secreto. Todos los analistas están de acuerdo en que fue un error garrafal de Obama anunciar que el incremento de tropas tendría una duración temporal breve, porque mostró a los talibanes que bastaba con que se tumbasen a esperar el fin del despliegue. Un general comentó que hubiera sido mucho mejor enviar menos tropas, pero mantenerlas hasta 2030. En el caso de Trump el secretismo miraba en buena medida a la opinión pública. Si no detallo demasiado lo que voy a hacer, siempre podré mirar para otro lado si las cosas salen mal. El Secretario de Defensa Mattis etiquetó la estrategia con el acrónimo R4+S, que significaba “regionalizar, realinear, reforzar y reconciliar, sumado a sostener”. Hubiera podido añadir la B de “bombardear”, porque, siguiendo los instintos de Trump, la estrategia comportó una intensificación de los bombardeos. Lo siguiente fue dar publicidad con bombo y platillo a la nueva estrategia. El general Nicholson, que estaba al mando de las tropas norteamericanas en Afganistán, calificó la estrategia de Trump como de “fundamentalmente distinta” (no lo era) y “un cambio en las reglas de juego” (pues tampoco realmente). Al mismo tiempo, lanzó una bravata, que es ese tipo de declaraciones jactanciosas que uno lanza cuando no ve una salida al final del túnel: “Nuestro mensaje al enemigo es que ya no pueden ganar la guerra, que ha llegado la hora de entregar las armas. Si no lo hacen, se verán condenados a la irrelevancia (…) o a morir.” Sin embargo, quienes estaban muriendo eran las fuerzas del gobierno afgano. Se declaró secreto su número de bajas (entre 30 y 40 diarios, según algunas estimaciones) para que no resultaran afectados ni el reclutamiento ni la moral. Para 2018, se estimaba que los talibanes contaban con 60.000 combatientes, en comparación con los 25.000 de siete años antes. Precisamente en las insurgencias, una buena parte de la población se mantiene neutral, tendiendo a sumarse a aquéllos que percibe que van ganando. O sea que a la altura de 2018 una parte significativa de la población afgana daba por vencedores a los talibanes. Otra estadística desfavorable era la de distritos bajo el control del gobierno. En noviembre de 2017, según las cifras oficiales el 64% de los distritos del país estaban controlados por el gobierno. Nicholson dijo que el objetivo era que en dos años ese porcentaje pasase a ser del 80%. Durante los dos años siguientes, el porcentaje se movió consistentemente a la baja. Dado que las cifras no salían en julio de 2018, en el curso de una rueda de prensa, Nicholson encontró otro parámetro con el que medir el éxito norteamericano: la disposición, según él, de los talibanes a iniciar conversaciones de paz. Lo cierto es que los talibanes, que se sentían ganadores, tenían pocas ganas de negociar. Era la Administración Trump la que se moría por sentarse con ellos a la mesa negociadora. En febrero de 2019 comenzaron las negociaciones entre EEUU y los talibanes en Doha. Según Whitlock, el objetivo norteamericano era “encontrar la forma de retirar las tropas sin que pareciera que se había sufrido una humillante derrota.” El acuerdo se firmó el 29 de febrero de 2020. Whitlock no lo tiene en demasiada estima; en su opinión, “rebosaba de indefiniciones, contingencias y problemas no resueltos.” El acuerdo al menos permitió iniciar la retirada de la tropa, aunque lo de salvar la cara no estoy tan seguro de si se consiguió. El acuerdo me recuerda mucho al de 1973 por el que EEUU puso fin a su presencia en Vietnam. Lo que se buscaba en ambos casos no era tanto un acuerdo que durase o que garantizase la pervivencia de su aliado, sino un acuerdo que permitiese poner fin a la involucración en una guerra que había durado demasiado. Y en este punto termina el libro de Whitlock. El libro de Whitlock, interesante e iluminador como es, ha tenido mucho menor impacto que el que en su día tuvo el libro de Ellsman. Los motivos me parecen obvios. El primero es que la sociedad norteamericana no ha vivido la guerra de Afganistán con la misma intensidad con la que vivió la guerra de Vietnam. La involucración emocional era mucho menor. El hecho de que fueran soldados profesionales y no reclutas ha influido. También ha influido que culturalmente Afganistán era un lugar muchísimo más remoto que Vietnam. La interacción entre los soldados norteamericanos y la población local, que apenas hablaba inglés y con la que no se podía confraternizar en horizontal como en Vietnam por razones culturales, fue muchísimo menor. La otra razón es que en los años setenta aún éramos jóvenes e ingenuos y la idea de que los políticos nos pudieran mentir en algo tan serio como una guerra, aún causaba pasmo. A día de hoy estamos curados de espantos y casi nos parece lo normal. Historia Tags AfganistánBarack ObamaCraig WhitlockDonald J. TrumpJames MattisJohn NicholsonNegociaciones de paz EEUU-TalibanesTalibanes Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 21 sep, 2022