Emilio de Miguel Calabia el 10 abr, 2020 “Julio César” es una de las mejores tragedias de Shakespeare y aún se queda corta comparada con lo que fue la realidad en la que se basa. Lo que sucedió en Roma entre el 15 de marzo del 44 a.C., en que César fue asesinado, y el 27 de noviembre en que la Lex Titia fijó los poderes del segundo triunvirato, es más apasionante aún que la obra de Shakespeare. Tras haber derrotado a los pompeyanos, a comienzos del 44 a.C., César fue designado dictador perpétuo. Dos años antes había sido designado dictador por diez años, pero se ve que le supo a poco. Para ponerlo en perspectiva, originalmente el cargo de dictador tenía una limitación temporal de seis meses improrrogables. El único precedente de dictadura prolongada en el tiempo había sido la de Lucio Cornelio Sila en el 81 a.C. La gran diferencia es que aquella dictadura no había sido perpetua, sino de duración indeterminada, en el entendido de que una vez que hubiera restaurado el Estado, se retiraría. Y, efectivamente, en el 80 a.C., Sila renunció a los poderes que tenía y se convirtió en ciudadano privado. Puede que considerase que había cumplido su misión o, más probablemente, consciente de que sufría de un cáncer intestinal, que quisiera pasar en paz sus últimos meses. Aunque se ha dicho que César pretendía convertirse en rey, institución que la República romana detestaba por el mal recuerdo que dejaron los reyes etruscos que la gobernaron, dudo que ésa fuese la intención real de César. César era un hombre práctico, al que le preocupaba la realidad del poder, no los simbolismos de una corona o un cetro. Siendo dictador perpetuo, ya disponía de todo el poder que pudiera desear. Los motivos para su asesinato fueron dos. El primero, las heridas mal cerradas de la guerra civil contra los pompeyanos. Aunque César había sido clemente con muchos de los partidarios de Pompeyo, el resentimiento seguía así. El segundo, y más importante, es que con su nombramiento como dictador perpetuo, el Senado había quedado convertida en una mera asamblea consultiva, cuyas decisiones podían ser tenidas en cuenta o no por el dictador. Los conjurados contra César presentarían su asesinato como un deseo de restaurar las instituciones y las libertades romanas. La realidad era más cínica: querían que Roma volviera a ser lo que había sido siempre, una república oligárquica, en la que el poder real residía en el Senado, donde se sentaban las élites. Su fallo fue creer que César era la enfermedad, cuando César no era más que el síntoma. Creyeron que con la muerte de César, la República volvería a ser lo que había sido; no podían estar más equivocados. Las instituciones republicanas estaban pensadas para una ciudad-estado. No habían sabido adaptarse a la realidad del imperio. Además, los aristócratas que dirigían la República desde el Senado, no deseaban compartir el poder, no eran capaces de integrar a otras oligarquías provinciales y no veían en el populacho más que peones a los que manipular. Cuando César fue asesinado, la violencia ya se había convertido en algo corriente en la política romana y la idea de que al poder se podía acceder a espadazos, ya flotaba en el ambiente. Inicialmente los conjurados habían pensado en matar a César, a Marco Antonio y a Marco Emilio Lépido. Marco Bruto, que tenía mejor corazón que olfato político, les convenció de que solo mataran a César. Así podrían decir que habían obrado por la causa de la libertad. Si se llevaban por delante a Marco Antonio y a Lépido, les acusarían de haber asesinado a sus enemigos políticos. El astuto Cicerón comentaría más tarde que los conjurados habían comenzado a escribir la obra de teatro (habían llevado los puñales escondidos en la caja del stilus, que se utilizaba para escribir), pero que no la habían completado. Ese error de los conjurados lo aprovecharía Marco Antonio. Tras la muerte de César, había quedado como único Cónsul y supo ver la oportunidad que se abría ante él. La misma noche del asesinato de César, visitó a su viuda y se hizo con los papeles de éste. Este y sus subsiguientes movimientos estaban impulsados por el deseo de convertirse en el líder indiscutible del partido cesarista, frente a Lépido, que también tenía méritos para ocupar esa posición. El 16 convocó una reunión del Senado para el día siguiente, lo cual no deja de ser un acto de audacia: convocar al cuerpo que el día anterior hubiera podido asesinarte. La reunión del Senado fue de lo más favorable para los intereses de Marco Antonio. Los senadores aprobaron una amnistía para los asesinos de César, lo que le permitió a Marco Antonio ponerse la careta de pacificador. Bien podía permitirse Marco Antonio esa concesión menor, cuando consiguió su principal objetivo: la adopción de una serie de medidas que habían sido tomadas por César. La principal era la asignación a Marco Antonio de poderes proconsulares en Macedonia, donde dispondría de seis legiones que César tenía preparadas para luchar contra los dacios. Aquí, es preciso hacer un inciso. La visión que tenemos de Marco Antonio es la de un pelele hedonista, que se dejó manipular por una reina ambiciosa. Ésa es la visión que nos ha transmitido la propaganda de Augusto que fue, a fin de cuentas, el que ganó la guerra civil. Marco Antonio era un hombre inteligente, aunque le faltaban la sutileza y amplitud de miras de César. Era un orador efectivo. Tal vez no fuera un general brillante, pero sí que era competente. Era valiente y daba lo mejor de sí en las situaciones más peligrosas, cuando se veía más acorralado. En el lado negativo, tenía un humor vulgar y le gustaban demasiado las mujeres y el vino, algo que hacía de él un blanco ideal para sus enemigos. Marco Antonio aprovechó al máximo la oleada de simpatía popular que siguió al asesinato de César. El 19 de marzo fue leído el testamento de César en el Senado y al día siguiente tuvo lugar su funeral público. Cuesta entender que los senadores cometieran el error garrafal de permitir que César tuviera un funeral público y encima que lo presidiera Marco Antonio. No tenemos las palabras exactas que pronunció Marco Antonio, pero sí que sabemos algo por testimonios, sobre el gran montaje que hizo. A falta de las palabras exactas de Marco Antonio, podemos poner en su boca las que le escribió Shakespeare: “Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención. He venido a enterrar a César, no a elogiarle. El mal que los hombres hacen, pervive después de ellos. El bien a menudo es enterrado con sus huesos. Así sea con César…” Los conjurados, que eran aristócratas acostumbrados a moverse entre aristócratas, no eran conscientes ni de lo popular que era César entre la plebe, ni de que esa popularidad pudiese sobrevivirle. El discurso de Marco Antonio inflamó a la muchedumbre que recorrió las calles de Roma, pidiendo venganza. En las semanas que siguieron, los conjurados salieron de Roma, temiendo por su seguridad. A mediados de abril, Marco Antonio se dirigió a Campania para atraerse a los veteranos que César había asentado allí. A diferencia de los senadores, Marco Antonio había aprendido la lección de César: la República estaba muerta y el poder pertenecía a quien tuviera más legionarios. Justo en ese momento, cuando podía pensar que era el hombre más poderoso de Roma, entró en escena un adolescente enfermizo, que un día provocaría su caída: Cayo Octavio, más conocido entonces como Octaviano y famoso más adelante como el Emperador Augusto. Historia Tags CicerónHistoria de RomaJulio CésarMarco AntonioMarco BrutoMarco Emilio LépidoOctavianoRepública romana Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 10 abr, 2020