Emilio de Miguel Calabia el 28 mar, 2018 Estados Unidos comenzó a ganar la Guerra Fría en Afganistán. A finales de los setenta la URSS la economía centralizada empezaba a jadear; cada vez lo tenía más difícil para marchar al paso de la economía de mercado norteamericana. La economía centralizada tal vez hubiera sido eficaz a la hora de industrializar el país y de fabricar acero, pero lo resultaba mucho menos a la hora de producir bienes de consumo, de innovar y de lograr que la investigación y el gasto militares revirtiesen en la economía civil. Aunque entonces no fuese evidente, el sistema de economía centralizada estaba perdiendo la carrera. La guerra de Afganistán contribuiría a que muchos empezasen a comprender que el sistema ya no daba más de sí. Afganistán fue el primer clavo en el ataúd de la Unión Soviética. Gregory Feifer en “The Great Gamble. The Soviet War in Afghanistan” narra este conflicto a la manera de un reportaje periodístico, centrándose sobre todo en las pequeñas historias. El libro casi se lee como una novela. “… Acostumbrado a ver el paisaje a distancia [se trata de un piloto de helicóptero], le deprimió ver la carnicería de civiles de cerca. Intentando calmar a la aterrorizada niña [se refiere a una niña de tres años que era la única superviviente de una caravana de civiles que había sido atacada por error], nerviosamente ayudó a vendarle la mano para parar la hemorragia. Pocos minutos después, un paracaídista que había volado en uno de los helicópteros, le apartó, puso una pistola Makarov en la cabeza de la niña y disparó. Su cuerpecito cayó al suelo, la sangre manando en la tierra polvorienta. Los paracaídistas cogieron su cuerpo y lo pusieron con los otros dentro de los coches acribillados a balazos, les rociaron con gasolina y les prendieron fuego.” La descripción es terrible como todo lo fue en aquella guerra. De ese conjunto de pinceladas, me quedo con la larga narración del asalto al palacio Taj-Bek el 27 de diciembre de 1979, que fue el pistoletazo (más bien el morterazo) de salida de la guerra. Allí estaba refugiado el presidente de Afganistán, Hafizullah Amin, que dos meses antes se había deshecho de su predecesor, Nur Muhammad Taraki. Brezhnev se lo tomó bastante mal, porque pocos meses antes había recibido a Taraki en Moscú con todos los honores y le había besado en los morros con esa pasión con la que solía besar a los mandatarios extranjeros (a veces he pensado que la verdadera causa de la Primavera de Praga fue que el presidente checoslovaco Alexander Dubcek ya estaba harto de morrearse con Brezhnev). Los soviéticos pensaron que Amin les había hecho un feo cargándose a Taraki y, como solía ocurrirles cada vez que alguien les hacía un feo, enseguida vieron en Amin a un agente de la CIA. Feifer comenta con ironía que entre su predecesor Taraki, un hombre débil “más interesado en la ideología que en frenar las amenazas a su poder” y su sucesor Babrak Karmal, un simpático y tosco alcohólico, que vivía acojonado y no quería salir de su palacio, Amin era un líder fuerte y eficaz y, desde luego, no tenía ningún contacto con la CIA. Seguramente a los soviéticos les hubiera ido mucho mejor dejándole tranquilito en el palacio de Taj-Bek. Aunque el libro esté muy bien escrito, esa técnica puntillista hace que se pierda un tanto la visión de conjunto. Uno se queda con algunas ideas generales: los primeros meses de optimismo, cuando los soviéticos pensaban que su intervención sería breve (los soviéticos ni tan siquiera pensaban en esos primeros meses que estuvieran invadiendo Afganistán; lo veían como una operación de apoyo a un régimen amigo que estaba en problemas); los años en los que la rebelión muyaidín se extendió y Afganistán se convirtió en una llaga abierta para los soviéticos (las cifras oficiales hablan de 13.833 soviéticos muertos, aunque hay cifras oficiosas que elevan esa cifra hasta los 75.000; 469.685 heridos o enfermos, de los que 10.751 quedaron inválidos. En cuanto a las pérdidas materiales, la URSS perdió 118 aviones, 333 helicópteros, 147 tanques, 433 piezas de artillería y morteros…); a partir de 1985 los soviéticos empezaron a aplicar nuevas tácticas, resultado de la experiencia obtenida, y consiguieron contener un tanto a los muyaidines y prácticamente alcanzar una situación de tablas; ese equilibrio se rompería al año siguiente con las grandes entregas de armamento moderno que hicieron a los muyaidines Pakistán, Arabia Saudí y EEUU, y que incluyeron los temidos misiles stinger, que pusieron en cuestión el predominio soviético en el aire; a partir de 1987, vendría la retirada soviética. En mi opinión hay tres grandes lecciones de la guerra de Afganistán que es una pena que el libro, aunque las apunta, no las desarrolle. La primera gira en torno al proceso de toma de decisiones, del que aún sabemos muy poco. Sí que parece que durante los meses previos hubo una tendencia a dulcificar los informes que llegaban desde el terreno. Se sabía que Brezhnev no quería que le dieran malas noticias sobre Afganistán. También comenzaron a difundirse noticias que decían que Amin estaba en maniobras extrañas y secretas que podían ser un presagio de un giro hacia Occidente. El Director de la KGB Yuri Andropov redactó un memorándum, que tendría un peso muy importante sobre el ánimo de Brezhnev, en el que decía que los afganos en el exilio anhelaban el derrocamiento de Amin y que estaban conspirando para derribarlo; bastaría con que unidades soviéticas se acercaran a la frontera para que se pusieran en marcha. Aquí vemos varios rasgos comunes a los procesos defectuosos de toma de decisiones que, entre otros, se repetirían cuando se decidió invadir Iraq en 2003. El primero es la acotación del problema. No es lo mismo definirlo como “Manera de derrocar a Hafizullan Amin” que definirlo como “Forma de estabilizar Afganistán e impedir que vire hacia el campo occidental”. El segundo es la generación de una mentalidad de rebaño; las voces críticas con el curso de acción preferido son acalladas. No es imprescindible que los críticos sean la facción minoritaria. Que se sepa que el Gran Jefe y su asesor favorito se decantan por un determinado curso de acción, puede bastar. Una vez que se ha generado esa mentalidad de rebaño y que la decisión está más o menos tomada, resulta muy sencillo hacer lo que viene a continuación: atender únicamente a los informes que dicen que lo decidido será muy fácil de llevar a cabo y desoír a los que no confirmen lo anterior. El segundo aspecto que me interesa es el error de planteamiento del Ejército soviético. Llevaron a las montañas inhóspitas de Afganistán a combatir a una fuerza insurgente a un Ejército que estaba preparado para luchar a un Ejército equivalente en las llanuras de Europa Central. Los soviéticos cometieron el mismo error que el General norteamericano Westmoreland cometió en Vietnam. Pensar que uno puede ganar la guerra a una insurgencia en terreno hostil a base de potencia de fuego. Al igual que los norteamericanos en Vietnam, no prestaron suficiente atención a lo que los anglosajones llaman “la batalla por los corazones y las mentes”, esto es, ganarse a las poblaciones involucradas. Otra cosa que olvidaron los soviéticos es que en una guerra insurgente a los insurgentes les basta con no perder, mientras que sus enemigos tienen que vencer como sea. Los soviéticos podían controlar las principales ciudades y garantizar que los insurgentes no las tomasen. Pero eso no bastaba para ganar la guerra. Para ganar la guerra hubieran debido controlar las zonas rurales y eso nunca lo consiguieron. Al final les pasó como a los españoles en Flandes o a los norteamericanos en Vietnam: el coste de la guerra era más de lo que podían soportar las arcas soviéticas. Llegó un momento en el que la necesidad de frenar la sangría pesó más que las consideraciones de prestigio del comunismo, el temor a un Afganistán pro-occidental o la ambición de acercarse al Índico. La tercera es, como apunta el autor, la miopía de EEUU, que había agitado el avispero fundamentalista y, una vez alcanzado el objetivo de que los soviéticos se retiraran, se olvidó del país durante los siguientes doce años. Hasta el 11 de septiembre de 2001 para ser más exactos. Historia Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 28 mar, 2018