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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La geopolítica, hace 3.500 años

Emilio de Miguel Calabia el

Los hititas fueron durante quinientos años unos de los principales actores en la geopolítica de Oriente Medio y sin embargo, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX, creíamos que eran un pequeño pueblo cananeo que es mencionado un par de veces en el Antiguo Testamento. Era tanto lo que desconocíamos de ellos que, cuando finalmente encontramos su capital, Hattusas, y les pusimos un nombre, les dimos el nombre de otro pueblo que les había precedido en Anatolia y con el que ni tan siquiera estaban emparentados. Es como si dentro de 3.000 años los historiadores nos denominasen a los españoles tartésicos. Para los que tengan curiosidad, los hititas se llamaban a sí mismo nessitas.

Hay muy poco en español sobre los hititas. De entre ese poco, hoy quiero destacar “El reino de los hititas” de Trevor Bryce. Es un libro que se lee con facilidad, pero que se centra en el aspecto político. Me hubieran gustado más referencias a los aspectos culturales, religiosos y literarios de los hititas. Tal vez, lo más interesante para mí haya sido comprobar que en materia de geopolítica y relaciones internacionales las cosas no han cambiado tanto en los últimos 3.500 años.

En la segunda mitad del segundo milenio a.C., Oriente Medio estaba dominado por cuatro grandes potencias cuyos reyes se trataban de “hermanos”: Egipto, Hatti, Mittani (hasta su desaparición y sustitución por Asiria) y Babilonia. De alguna manera, recuerda al orden internacional que salió del Congreso de Viena, en el que Austria, Francia, Prusia y Rusia se autoproclamaron como garantes del orden europeo e implicitamente indicaron que el resto de lo Estados eran caquitas.

El principal campo de batalla de estos estados era Siria-palestina, una zona rica, por la que pasaban importantes rutas comerciales y que estaba dividida en muchos Estados. Los pequeños Estados de la región se comportaron como los pequeños Estados se han comportado siempre cuando están rodeados de vecinos más poderosos. Se sumaban al carro del que en cada momento pareciese estar ganando y estuviera más próximo, pero estaban dispuestos a cambiar de alianzas en cuanto veían que la situación geopolítica cambiaba y que la potencia dominante de ayer, era la potencia perdedora de hoy. En cuanto veían una oportunidad, por ejemplo porque las potencias dominantes estuvieran ocupadas con problemas domésticos, la aprovechaban para llevar a cabo una política exterior más independiente y tratar de ampliar sus dominios. Como suele ocurrir, aunque una gran coalición hubiera sido en interés de todos ellos, en la práctica casi nunca se formaron tales coaliciones, porque primaban los pequeños intereses egoístas de cada uno.

Me resulta interesante que el comportamiento de esos pequeños Estados sea tan parecido al que 3.000 años después y muy lejos geográficamente, tendrían los reinos del noroeste de Tailandia y de Laos, al verse cogidos en la pinza de los imperios birmano y de Ayuthaya. Una conclusión que podría sacarse es que, más allá de factores culturales e históricos, que también influyen, existen factores estructurales que llevan a que las pequeñas potencias tiendan a repetir comportamientos con independencia de la Historia y la geografía.

De la manera en la que los hititas conducían sus relaciones internacionales y las herramientas que utilizaban, cabe mencionar que ya conocían la idea de los tratados internacionales, aunque su práctica era muy diferente de la actual. Los tratados eran entre dos gobernantes, de manera que cuando uno de los dos moría había que reactivarlo con su sucesor.

Aunque Bryce apenas se refiera a cómo estaba organizado el reino hitita, la impresión que da es que el grado de institucionalización era bajo. Importaban más las personas que los arreglos institucionales. El poder se concentraba en una casta militar y nobiliaria a la que no podía acceder nadie de fuera y que se consideraba como la única legitimada para ejercer el poder. Uno de los grandes problemas que tuvo el reino hitita a lo largo de su historia fue su incapacidad para fijar un sistema de sucesión estable que impidiese las luchas intestinas a la muerte de cada rey.

Tal vez fuera esta falta de estructuración institucional y administrativa la que llevara a los hititas a utilizar dos fórmulas de preferencia para regir su área de influencia. La primera fue la institución de virreinatos en lugares alejados del núcleo de poder, pero que, por su importancia, requerían de una atención constante. El principal fue el virreinato de Carkemish, que dominaba un espacio clave entre el curso alto del Eufrates y Siria. Otra era la institución de los vasallos. Los hititas a menudo preferían ejercer el control indirecto vía vasallos, que asumir la administración directa. Los romanos del final de la República y comienzo del Imperio adoptaron una política parecida en Oriente, aunque desde finales del siglo I d.C. tendieron a absorber a esos estados vasallos. Tal vez la diferente actitud de romanos e hititas se deba a las debilidades administrativas de los segundos.

Lo malo del control indirecto, es que a menudo, en cuanto te ven débil u ocupado en otras partes del imperio, los vasallos se te ponen chulos y se te rebelan. Sorprende la paciencia con la que los hititas respondían a estos desafíos. Solían darle muchas oportunidades al súbdito rebelde para que reconsiderase su actitud y volviese al redil por las buenas. Esta actitud se debía a una visión muy realista y pragmática sobre la guerra. La guerra es costosa y de resultados inciertos. Mejor si se puede evitar.

Una práctica diplomática, que seguían los hititas y que, por lo mucho que se repite a lo largo de la Historia, sospecho que ya practicábamos cuando éramos poco más que bandas de homínidos recorriendo África, era la de los matrimonios reales para cimentar las alianzas.

Existe una historia muy famosa de cómo un matrimonio real, que no llegó a producirse, hubiera podido cambiar la Historia. Hacia el 1330 a.C. la viuda de Tutanjamón se dirigió al rey hitita Suppiluliuma para pedirle que le enviase a un marido. Es decir, ofrecía la posibilidad de que el trono de Egipto estuviese ocupado por un príncipe hitita. Suppiluliuma, evidentemente, receló y envió a un emisario a Egipto para que estudiase por sí mismo la situación.

El emisario volvió con una carta de la reina, indignada porque Suppiluliuma dudase de su palabra. Junto con la carta vino un emisario egipcio, que le presentó la situación en tonos tan rosados, que acabó convenciéndole. Como a Suppiluliuma le sobraban los hijos, accedió a que su cuarto hijo, Zannanza, viajase a Egipto para desposarse con la reina. Zananza nunca llegó a su destino; le mataron por el camino. No está claro quién dio la orden del asesinato. El sospechoso más aludido es Ay, un consejero de Tutanjamon y de su padre, que podía tener aspiraciones al trono egipcio. Sin embargo, en opinión de Trevor Bryce “… probablemente fue inocente de ese crimen”. Ahora sólo nos queda especular con lo que hubiera ocurrido si Zannanza hubiera llegado a sentarse en el trono de Egipto y hubiese traído una alianza hitito-egipcia, que hubiese controlado la región.

Como la Historia a veces se repite con recochineo, la España de Felipe IV tuvo también la ocasión de concertar una inesperada alianza matrimonial con Inglaterra en 1623. El Príncipe de Gales deseaba casarse con la hermana menor del Rey, la Infanta María, e incluso llegó a visitar por sorpresa Madrid para forzar el casamiento. El casamiento no salió adelante, tanto por la exigencia española de que el Príncipe se convirtiese al catolicismo como por las dudas de la diplomacia española sobre si la alianza matrimonial convenía a España. La historia está novelada por Arturo Pérez-Reverte en “El capitán Alatriste”.

Lo que muchas veces se nos olvida es que en esas alianzas matrimoniales se jugaba alegremente con la vida de los contrayentes, siendo generalmente las mujeres las que se llevaban la peor parte. No creo, por ejemplo, que María Luisa de Austria tuviese muchas ganas de casarse con Napoleón, un hombre 22 años mayor que ella, y todo para que el Corso no le diera mucho a su padre. Y con todo, la suerte de María Luisa de Austria no fue de las más crueles.

Hattusili III entregó a una de sus hijas como esposa a Ramsés II, a condición de que fuese su esposa principal. Ramsés renegó de esa condición y la mandó a su harén como una esposa menor más. Ahí viviría hasta avanzada edad, llevando una vida tan lujosa, como aburrida y frustrante lejos de su país. Que Ramsés II no hubiera cumplido con una parte del pacto no tuvo consecuencias. La alianza con Egipto era más importante para Hattusili III que el aburrimiento de una de sus hijas.

Más dura fue la historia de la hija de Bentesina de Amurru (ignoramos su nombre), a la que casaron con Ammistamru II de Ugarit por aquello de la razón de estado. El matrimonio fue muy infeliz. Ammistamru la repudió. Aparentemente ella le había puesto unos cuernos como de Ugarit a Tiro. La princesa regresó en desgracia a Amurru. Sin embargo, eso no bastó a Ammistamru que vivía obsesionado por los cuernos que le habían puesto y pidió a Amurru que la extraditase para castigarla. Sausgamuwa, el hermano de la chica y ahora rey de Amurru, se negó, sabiendo la suerte que le aguardaría en Ugarit.

Hete aquí, que intervinieron los hititas, que vieron que tenían una crisis internacional entre dos de sus vasallos sirios más leales. Desde su punto de vista, Ammistamru era la parte agraviada y, además, la humillación a la que le habían sometido los cuernos de su mujer, había perjudicado su imagen entre sus súbditos. La razón de estado se impuso. Sausgamuwa entregó a su hermana, aun a sabiendas de que la dirigía a una muerte segura y posiblemente no muy agradable. Para suavizar su sufrimiento, Ammistamru le dio, seguramente a sugerencia hitita, 1.400 siclos de oro.

En fin, guerras, alianzas matrimoniales, juegos de poder… las cosas no han cambiado mucho en 3.500 años.

 

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