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El fin de la inocencia (1)

Emilio de Miguel Calabia el

“El fin de la inocencia” es un libro de Stephen Koch, editado por Galaxia Gutenberg, que relata todas las campañas de propaganda que realizó la URSS de Stalin en Occidente en los años 30. Es un libro notable por la historia que cuenta y también por lo que todas estas campañas de propaganda y espionaje nos dicen sobre la condición humana.

El eje del libro es el matrimonio Willi Mürzenberg y Babette Gross. Mürzenberg era una rara avis entre los comunistas: provenía realmente de la clase obrera. La base del comunismo podían ser los proletarios urbanos, pero el liderazgo casi sin excepción lo proveían intelectuales procedentes de la clase media-alta. La relación entre el comunismo, la clase explotadora a la que quería derribar y la clase obrera a la que quería salvar, queda muy bien reflejada en lo que Zhou Enlai, hijo de un mandarín, le dijo a Jruschov, de origen campesino pobre: “Los dos tenemos en común que hemos traicionado a nuestra clase”. Tal vez para compensar sus orígenes obreros, a Mürzenberg le gustaba alardear de vida rica y acomodada. Otros dirigentes comunistas preferían presentarse como seres puros que vivían en la austeridad.

Mürzenberg era un tipo duro, de esos que dan instrucciones con un puñetazo en la mesa y esperan que se cumplan al dedillo. Era ejecutivo. Era un agitador nato. Arthur Koestler lo describió de la siguiente manera: “… daba la impresión de que chocar con él podía ser como colisionar con una locomotora… Willi irrumpía en los salones con la naturalidad de un tanque que atraviesa las paredes… De su persona emanaba tal autoridad que he visto a ministros socialistas, a banqueros veteranos y a duques austriacos comportarse como colegiales en su presencia.”

A Mürzenberg le catapultó Karl Rádek, que pertenecía al círculo íntimo de Lenin y que fungía como agente de prensa. Irónicamente Mürzenberg no era un intelectual como sí que lo eran Lenin y Radek. No le gustaba la lectura y tenía un algo de provinciano. Sólo hablaba alemán con un fuerte acento de Turingia. No era de los hombres que saben sacar partido de la soledad. A él la soledad simplemente le aburría.

Como les ocurre a muchos hombres de clase baja que sueñan con entrar en el mundo de los privilegiados, Mürzenberg se buscó una mujer muy hermosa, – Babette Gross-, que era una aristócrata prusiana de gran inteligencia. Gross combinaba el radicalismo con modales de niña bien. Mientras que el perfil de Mürzenberg era atípico en el comunismo alemán, el de Gross encajaba muy bien en su ala intelectual, un ala que solía provenir del mundo académico y que se desenvolvía muy bien en la guerra de las ideas.

Otro personaje notable en esta historia es Otto Katz, un hombre que habría querido triunfar en el teatro y que tenía aspiraciones literarias. Katz era “zalamero y diletante”. Tenía una sonrisa cautivadora y mucha simpatía personal. Tenía también “… grandes y tristes ojos que hacían pensar erróneamente que se podía acceder directamente a sus melancólicos pensamientos. (…) Otto poseía un encanto casi legendario; tenía un gran don teatral para controlar a voluntad las ilusiones de una inmerecida intimidad.” Era el complemento perfecto de Mürzenberg; lo que éste tenía de duro, Katz lo tenía de sutil y retorcido.

Katz conoció a Bertold Brecht y compartió con el sobrevalorado autor algunos rasgos. Su reacción ante las atrocidades de Stalin no era la del horror, sino “algo más próximo a una especie de admiración sádica y levemente excitada”. Lo burgués era un fraude y sólo los fatuos aún se aferraban “a la mentira humanista, a la imbecilidad de la decencia y la justicia.” Ambos suscribían la humorada del propio Brecht sobre las víctimas del Gran Terror: “Cuanto más inocentes son, más se merecen el paredón”. Les fascinaba la mentira a la que consideraban como un arte y hasta como una forma de verdad más elevada. Un último gusto que compartían: el dinero.

Katz fue un operativo clave en la penetración en Hollywood, donde ya existían redes estalinistas bien organizadas. Allí compareció bajo la personalidad ficticia de un luchador antifascista llamado Breda. El propósito de la penetración en Hollywood no era influir sobre el contenido de las películas, sino “encontrar sitios lucrativos para gente amiga de la diáspora comunista alemana, generar publicidad para el Frente Popular, «estalinizar» la cultura del espectáculo y utilizar la inmensa riqueza culpable de Hollywood como fuente de dinero para el aparato, un proveedor ubérrimo de dólares que no dejaban huellas.”

Detrás de su aire melancólico, nadie hubiera podido adivinar que era un cabronazo y un agente doble, que mantenía informado a la NKVD (la antecesora de la KGB) de lo que acontecía en el Komintern. Posiblemente contribuyera a la caída del Komintern; de hecho tras la liquidación del Komintern conoció un período de auge. Todo esto llevó a cambios en su personalidad, como si hubiese sido el precio a pagar por venderse al diablo (Stalin). La parte humana, lúdica y espontánea de su personalidad dio paso a la seriedad y la reserva; un hombre que nunca confesaría lo que pensaba en su fuero interno y que repetía sin el menor esfuerzo las consignas del régimen.

Su recompensa llegaría con el inicio de la Checoslovaquia comunista. En aquel entonces era un periodista de alto nivel y un funcionario con poder. Allí culminó la transformación. El Katz con poder se convirtió en un ser arrogante. Era un apparatchik despiadado. Como en un drama moral, Katz no pudo disfrutar por demasiado tiempo de su poder. Se vió arrastrado por las purgas Rajk-Slansy que se produjeron entre 1948 y 1952. Estas purgas fueron un delirio paranoico de Stalin, que quería deshacerse de viejos luchadores antifascistas que ya estaban amortizados, pero que sabían demasiado para su propio bien.

Tan pronto le arrestaron, Katz, que sabía cómo se las gastaba el aparato, se mostró dispuesto a largar todo lo que sabía. Pero él había sido demasiado importante como para dejarle ir con una confesión sin más. Le torturaron durante meses para obtener la confesión que necesitaban. Compareció ante el tribunal como un hombre roto, un hombre que confesó que era un traidor y un ser humano despreciable que sólo merecía la horca. Y la tuvo.

 

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