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El comandante y el puente

Emilio de Miguel Calabia el

Dicen los árabes que ni todas tus lágrimas pueden borrar lo que Dios ya ha escrito en el libro de tu destino. Para los antiguos griegos la tragedia era el relato de cómo los hombres, por mucho que se rebelasen, acababan sucumbiendo al destino que los dioses habían decretado para ellos. Ignoro si el comandante Hans Scheller sabía algo de los árabes o si le gustaba la tragedia griega. No es que eso hubiese cambiado mucho las cosas, pero al menos le habría ayudado a apreciar la ironía de lo que ocurrió en marzo de 1945 a orillas del Rhin.

En febrero de 1945 los Aliados iniciaron el asalto final contra Alemania. Hitler ordenó que las tropas alemanas resistieran en las defensas del denominado Muro del Oeste, en la orilla derecha del Rhin, y que no cedieran un palmo de terreno. La orden era descabellada. A los Aliados les bastaba con buscar puntos débiles en las defensas, crear una brecha y a continuación ir erosionando los bordes de la brecha. A finales de febrero, los alemanes aceptaron lo inevitable: había que retirarse a la ribera izquierda del río y utilizar éste como barrera defensiva. A la carrera había que hacer dos cosas contrapuestas: evacuar todas las tropas que se pudieran de la orilla derecha, ya fuera a través de los puentes sobre el río o por medio de barcazas y destruir los puentes sobre el río para que los Aliados no pudieran utilizarlos.

Dentro del caos que reinaba en las filas alemanas a comienzos de marzo, el día 7 a la 1 de la madrugada le encomendaron por sorpresa al comandante del 67º Cuerpo, el general Otto Hitzfeld, la defensa del puente de Remagen, que estaba a 35 kilómetros. Hitzfeld, que no conocía el puente ni sabía situación militar en los aledaños, encargó a su ayudante de campo, el comandante Hans Scheller que se desplazase con ocho soldados y una radio a Remagen para hacerse cargo de la defensa del puente. Sus instrucciones eran que el puente no cayese en manos de los norteamericanos, pero también se le hizo saber que era la vía de escape para los soldados del 67º Cuerpo. Scheller partió a las dos y media de la madrugada y le comentó jovial a otro compañero, que marchaba a una de esas misiones por las que te daban una cruz de guerra.

El trayecto hasta el puente fue complicado. Scheller iba con poca gasolina y tuvo que desviarse para apartarse de los tanques norteamericanos que avanzaban. En el trayecto perdió la radio y los hombres que debían acompañarle. No llegó al puente de Remagen hasta las 11 de la mañana.

Cuando llegó, se encontró al capitán Willi Bratge que estaba tratando de dirigir el tráfico de hombres y vehículos que cruzaba a la orilla izquierda. El Alto Mando le había asegurado que los norteamericanos se dirigían contra Bonn, que estaba a 23 kilómetros al norte, y no contra Remagen. Unos veinte minutos después les llegaron noticias de que había tanques norteamericanos moviéndose ya hacia las afueras de Remagen. Bratgen sugirió que cruzasen a la otra orilla y volasen el puente, pero Scheller ordenó que esperasen. No quería volar prematuramente la mejor oportunidad que tenía el 67º Cuerpo de escapar.

Scheller dio órdenes para que terminasen los preparativos para la demolición del puente, pero pidió que esperasen un poco más. Una batería de cohetes de la Luftwaffe tenía que cruzar el puente. No estaba el Ejército alemán en esas fechas como para permitirse perder más material. Para las dos de la tarde los ingenieros alemanes habían preparado el circuito principal para la detonación. Media hora después, cuando hubieron terminado de instalar el circuito secundario, Scheller cruzó a la orilla izquierda. Justo unos minutos después, aparecieron las primeras tropas norteamericanas.

El comandante del puente, Carl Friesenhan, ordenó la detonación de la primera carga a la entrada del puente. La detonación creó un cráter que lo hizo impracticable para los vehículos, pero no para la infantería. El fuego norteamericano sobre la orilla izquierda fue creciendo en intensidad. Scheller dio la orden para proceder a la demolición. Friesenham apretó el botón y… no ocurrió nada. Es posible que algún proyectil norteamericano hubiese cortado los cables. Friesenham pidió un voluntario que fuese a activar el circuito de emergencia. El cabo Faust se prestó voluntario, reptó los ochenta metros que le separaban de la carga y la prendió. Hubo una gran explosión y cuando el humo se hubo disipado, ambos bandos vieron que el puente seguía en pie. Posiblemente la cantidad y calidad del explosivo no fuesen las adecuadas.

Los norteamericanos entendieron la oportunidad que tenían. La infantería se lanzó a la carrera y al poco estaban en la otra orilla, donde desalojaron pronto a los alemanes que estaban en posiciones próximas al puente. No teniendo una radio a mano, Scheller cogió una bicicleta para informar al Alto Mando de la caída del puente en manos norteamericanas.

Cuando Hitler se enteró de la pérdida del puente, montó en cólera, es decir, su estado anímico habitual se multiplicó por cien. Hacían falta chivos expiatorios. Cuando se buscan chivos expiatorios, los jefes señalan con el dedo a sus inmediatos subordinados, quienes a su vez apuntan a los suyos. La culpa va cayendo por la cadena de mando hasta que llega a un punto en el que no puede caer más, porque no es verosímil que, pongamos, un soldado raso sea responsable del desastre. En este caso, la pelota fue rodando y acabó en el regazo del comandante Scheller.

Hitler mandó a la zona a un nazi furibundo, el Teniente General Rudolf Hübner, el cual tardó apenas dos horas en dictaminar que Scheller era culpable de no haber dinamitado el puente y haber permitido que cayera en manos de los norteamericanos. Le condenó a ser ejecutado con un tiro en la nuca.

En una cosa acertó Scheller y fue que Remagen era una de esas misiones que proporcionaban medallas. Exactamente 13 Cruces por Servicios Distinguidos… todas a soldados norteamericanos.

 

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