Emilio de Miguel Calabia el 10 abr, 2022 He leído que estos días más de uno querría borrar de las hemerotecas las referencias a sus visitas a Moscú y todas las veces que habló en tono elogioso de Putin. La Historia se repite. Algo parecido ocurrió hace 90 años, sólo que entonces el personaje con el que había que borrar todas las trazas se llamaba Adolf Hitler. Empecemos por las clases altas británicas. Hasta la anexión alemana de los Sudetes checos, le tenían más miedo al comunismo que al nazismo alemán. Muchos de ellos veían en Hitler a un hombre joven y enérgico, que había sacado a Alemania del marasmo de la República de Weimar (se olvidaban convenientemente de que él fue uno de los que creó ese marasmo en primer lugar), había salvado a Alemania de las garras del comunismo (la heterodoxia y violencia de los métodos eran indiferentes; dicho esto, tampoco es que los comunistas alemanes hubieran destacado por su pacifismo) y estaba reconstruyendo Alemania. A las clases altas británicas les dominaban además una mala conciencia por lo que había sido un injusto Tratado de Versalles y la sensación de que la I Guerra Mundial había enfrentado desastrosamente a primos de la misma estirpe germánica. Para rematar, no pocos de ellos podían entender el antisemitismo de Hitler, por la sencilla razón de que también lo compartían. Uno de los simpatizantes hitlerianos más egregios fue el magnate de la prensa Lord Rothermere, que utilizó el principal de sus periódicos, el Daily Mail para difundir propaganda favorable al régimen nazi. Cuando los nazis lograron su primera gran victoria electoral en 1930, un entusiasta Rothermere escribió que los nazis “representaban el nacimiento de Alemania como nación”. Eso sólo fue el comienzo. Más tarde, cuando en 1933 los nazis consiguieron el 44% de los votos, Rothermere debió de tocar el cielo y escribió que si Hitler usaba su mayoría de forma prudente y pacífica, nadie vertería ninguna lágrima por la desaparición de la democracia alemana. Según sus propias palabras, la obra de Hitler era “grande y sobrehumana”. Cuando Hitler se anexionó Checoslovaquia,- algo que asqueó a casi toda la opinión pública europea-, Rothermere le felicitó y le animó a que invadiera Rumanía, ya que estaba en vena. Un ejemplo de la adoración de Lord Rothermere por Hitler es este texto que el Daily Mail publicó el 13 de mayo de 1939, dos meses después de la anexión de Checoslovaquia: “(Hitler) es sumamente inteligente (…) Si le preguntas algo a Herr Hitler, al momento te da una respuesta llena de información y de un buen sentido eminente (…) Tiene un gran sentido de la santidad de la familia [es fácil santificar la familia cuando no se está casado ni se tienen hijos], de la que los comunistas son enemigos, y en Alemania ha parado la publicación de todos los libros indecentes, la producción de obras de teatro y películas provocativas, y ha limpiado totalmente la vida moral de la nación. A Herr Hitler le gusta mucho el pueblo inglés. Mira a los ingleses y los alemanes como una sola raza…” Que yo sepa Lord Rothermere ha aparecido dos veces en la literatura. La primera fue en la novela “Agosto negro” escrita por Dennis Wheatley en 1934. En ella los comunistas tratan de adueñarse de Gran Bretaña y Lord Badgerlake, trasunto de Lord Rothermere, utiliza a su fuerza paramilitar, los “camisas grises”, para apoyar al gobierno. La otra vez es en “Lo que queda del día” de Kazuo Ishiguro. En ella Lord Rothermere es uno de los invitados de Lord Darlington, el empleador del protagonista. Un poco más complejo es el caso de Lord Londonderry, que después de haber abandonado el gobierno en 1935, quiso jugar al diplomático aficionado. Un juicio benévolo diría que creía en la política del apaciguamiento y en que era posible una aproximación entre las élites británicas y las alemanas que llevase a una alianza. Un juicio menos benévolo diría que compartía con los nazis el temor al peligro comunista y la convicción de que los judíos tenían una influencia excesiva en la vida política y económica inglesa y alemana. Aunque es cierto que deploró la brutalidad de la persecución antijudía nazi de los años 30, también lo es que una de sus motivaciones era el impacto desfavorable que tenía sobre la opinión pública inglesa y que admitía que los nazis podían tener agravios legítimos contra los judíos, aunque no contra todos ellos. Ian Kershaw ha escrito sobre él con no demasiada piedad en “Making friends with Hitler: Lord Londonderry, the Nazis and the Road to World War II”. Más chusca fue la admiración por Hitler de Unity Valkyrie Mitford, quien por casualidad había nacido en Swastika, Ontario. A comienzos de los 30 ya se había hecho notar en Londres por su asistencia a manifestaciones de extrema derecha, su antisemitismo rabioso y su anticomunismo. Obsesionada con Hitler, se mudó a Berlín en 1933 con 19 años. Unity participó en las grandes manifestaciones nazis de Nuremberg con el mismo entusiasmo con que las groupis iban a los conciertos de los Rolling Stones. La cuestión es que los segundos son menos tóxicos. Unity consiguió introducirse en el círculo de Hitler y conseguir una cercanía con él que ningún otro extranjero y pocas mujeres consiguieron. Hay quienes afirman que tuvieron un romance y hasta que Unity tuvo un hijo secreto con Hitler. Lo dudo mucho. Mi impresión es que Hitler era asexual y las mujeres sólo le interesaban como objetos decorativos. El estallido de la II Guerra Mundial le causó una angustia inmensa a Unity; de pronto su patria adoptiva estaba en guerra con su patria natal. Decidió solucionar su angustia a la tremenda: se pegó un tiro y su suicidio fue uno de los más lentos de la Historia. La bala no la mató, pero la incapacitó. Los médicos no se atrevieron a sacársela. Ocho años más tarde la bala le produjo una meningitis. Murió en 1949 a los 33 años. La captura más gorda que consiguieron los nazis entre las élites británicas en esos años tumultuosos fue el Duque de Windsor, ese Eduardo VIII tan rarito que renunció al Trono para casarse con una divorciada norteamericana. El Duque de Windsor había visto los horrores de la I Guerra Mundial de primera mano y estaba decidido a que no se repitieran. Aparte de eso, intensamente conservador, anticomunista y antisemita, no le parecía demasiado mal lo que estaban haciendo los nazis en Alemania. A eso se añadía que adoraba la cultura alemana. Dos perlas de Eduardo VIII de la primera mitad de los 30: “No es asunto nuestro interferir en los asuntos internos de los alemanes, ya se trate de los judíos o de cualquier otra cosa” y “Los dictadores son muy populares estos días. Podríamos querer uno para Inglaterra dentro de poco.” La abdicación le dejó bastante amargura y una vez que dejó de ser rey, su filonazismo aumentó. Sospecho que en parte era una reacción al sentirse maltratado por las élites británicas que habían forzado su abdicación. En octubre de 1937, cuatro meses después de su boda y a pesar de la oposición del gobierno británico, los Duques de Windsor viajaron a Alemania. Su objetivo era visitar las viviendas sociales y estudiar las condiciones laborales, dos temas que le apasionaban (ya dije que era un poco rarito). Seguramente había más cosas detrás de su viaje: verse agasajado y jugar al gran componedor de las relaciones anglo-germanas. Los nazis cumplieron su parte. Le agasajaron a modo. A toro pasado podríamos decir que no paró de ver a un criminal de guerra tras otro. Hermann Göring, Joseph Goebbels, Rudolf Hess… La guinda fue el encuentro con el propio Hitler. El Duque y el Führer departieron durante una hora y luego tomaron té, como si fueran aristócratas ingleses. Los Duques quedaron fascinados con ese asesino tan simpático que les había ofrecido té con pastas. La opinión pública inglesa, bastante menos. Historia Tags Adolf HitlerAntisemitismoDaily MailDennis WheatleyDuque de WindsorIan KershawKazuo IshiguroLord LondonderryLord RothermereUnity Mitford Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 10 abr, 2022