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Hacia la guerra (3)

Emilio de Miguel Calabia el

El 27 de septiembre de 1940 se firmó en Berlín el Pacto Tripartito y sucedió lo que cualquiera menos los militaristas japoneses se hubiera imaginado: que los EEUU se mosquearon, y mucho. En las siguientes semanas EEUU impuso un embargo a las exportaciones de hierro y chatarra a Japón y decidió aumentar su apoyo al gobierno chino de Chiang Kai-shek. Las reacciones de los decisores japoneses a la respuesta norteamericana fueron muy diversas. La mayor parte entendieron que habían entrado en curso de colisión con EEUU y el Imperio Británico, una guerra que, sobre todo en las altas esferas de la Armada, se sabía que no se podía ganar. Unos, sobre todo el Ejército, mostraron un desprecio total a los riesgos que habían asumido. En parte pensaban que al final los anglosajones se achantarían ahora que Japón estaba aliado a Alemania e Italia. En parte no querían ceder y perder cara; antes la muerte que dar un paso atrás. Los menos, cuyas voces fueron silenciadas, vieron con fatalismo que se dirigían a una guerra imposible. El Almirante Yamamoto expresó en octubre de 1940 lo que esos pocos estaban pensando con estas palabras: “Combatir a los EEUU es como combatir contra todo el mundo. Pero está decidido. Así pues, lucharé lo mejor que pueda. Sin duda moriré a bordo del “Nagato” [su buque insignia]. Aun pensando lo que pensaba y sabiendo que estaban condenados a perder la guerra, Yamamoto fue planificó a conciencia el ataque sobre Pearl Harbour y mandó a la Armada japonesa hasta su muerte en 1943.

Una pregunta que se impone aquí es: ¿por qué no revirtieron su decisión? No hubiera sido posible, ni aunque todos los decisores hubieran pensado como Yamamoto. La toma de decisiones por consenso implicaba que volver sobre una decisión ya tomada fuese casi imposible. Había que recabar demasiadas opiniones y repetir el proceso laborioso que había llevado a tomar la decisión original. A esa dificultad se añadía que nadie quería aparecer como el aguafiestas que había roto el consenso y había forzado a los demás a volver a la casilla de salida.

Los meses que siguieron fueron engañosamente tranquilos. Hitler había decidido atacar la URSS y la maquinaria militar alemana estaba preparando la invasión. La diplomacia alemana fue tranquilamente metiendo en el saco del Eje a los países este-europeos y balcánicos, cuya cooperación sería necesaria para la Operación Barbarroja. EEUU tuvo elecciones presidenciales en noviembre, que ganó Roosevelt con un programa electoral que incluía la no entrada en la guerra europea. Aunque en su fuero interno Roosevelt estuviera decidido a no permitir la derrota del Imperio Británico y a pararle los pies a Japón, sus mejores deseos se veían frenados por una opinión pública que en su mayoría era no intervencionista. En todo caso, el 11 de marzo de 1941 consiguió finalmente que se aprobara la Ley de Préstamo y Arriendo, que le dio manos libres para abastecer de material militar a Gran Bretaña. Japón obtuvo la autorización de la Francia de Vichy a utilizar sus bases en Indochina. Tailandia, sintiendo de dónde soplaban los vientos, declaró la guerra a Francia y recuperó una serie de provincias que había tenido que entregar a Francia a comienzos de siglo. Mientras que las bases para la expansión hacia el sur y sus materias primas se estaban poniendo con éxito, la guerra en China en esos meses se empantanó. Aparte de la imposibilidad de derrotar decisivamente a los chinos, los japoneses se encontraron cada vez más con la dificultad de manejar unos territorios donde la población les era hostil y había empezado la guerra de guerrillas.

En la primavera de 1941, el Ministro de Asuntos Exteriores Matsuoka viajó a Europa. El siempre imaginativo Matsuoka había concebido una gran idea: integrar a la URSS en el Pacto Tripartito y crear un bloque euroasiático invencible. Los altos mandos de las FFAA debatieron largamente si debían autorizar su viaje. No sólo es que la idea les pareciera una chorrada. Lo que más temían era que el lenguaraz Matsuoka asumiese algún compromiso descabellado como el de atacar Singapur.

El viaje europeo de Matsuoka fue una comedia de los errores. Los alemanes le dieron pistas de que estaban pensando en atacar la URSS y que la firma en esos momentos de un Pacto de No Agresión con los soviéticos era una pérdida de tiempo. Los alemanes también le presionaron sutil y menos sutilmente para que Japón atacase Singapur. Por una vez, Matsuoka se atuvo a las instrucciones recibidas de los militares y no se comprometió a nada. Tras Berlín, Matsuoka visitó Moscú, donde a Stalin ya le causaba insomnio el deterioro palpable de las relaciones germano-soviéticas. Matsuoka quedó encantado con lo bien que le trató Stalin y la facilidad con la que firmaron el Pacto de No Agresión. ¡Cómo no le iba a poner alfombra roja Stalin, si su visita, después de Berlín, parecía la confirmación de que Alemania no pensaba atacarle después de todo.

Una muestra de la falta de coordinación con la que operaban los japoneses es que, mientras Matsuoka perseguía sus grandes planes, había otros que intentaban alcanzar un entendimiento con EEUU. La punta de lanza de esos esfuerzos era el Embajador japonés en Washington, Kichisaburo Nomura, un Almirante retirado. Los primeros contactos parecieron lo suficientemente prometedores como para que el Primer Ministro Konoye recomendase a los negociadores informales norteamericanos que sondearan a algunos altos oficiales del Ejército que pensaba que favorecían un acercamiento a EEUU. Todo esto ocurría a espaldas de los Ministros del Ejército y de Asuntos Exteriores. Cuando finalmente Tojo y Matsuoka se enteraron de las conversaciones informales que había en curso, sus reacciones fueron dispares. Tojo dejó hacer; para él terminar con la guerra interminable de China era tanto o más importante que la expansión hacia el sur y un entendimiento con EEU podía facilitar las cosas. Matsuoka, en cambio, montó en cólera, dijo a todo el que le quiso escuchar que Roosevelt no tenía nada de pacifista y adoptó una postura obstruccionista para intentar que las conversaciones fracasasen. Lo interesante es que la reacción de Matsuoka no se debió únicamente a que se habían iniciado conversaciones que iban en contra de sus concepciones geopolíticas, sino también jugó su parte el orgullo herido de que hubieran entrado en tratos con EEUU sin contar con él. Matsuoka estaba convencido de que nadie en Japón conocía a EEUU tan bien como él.

Se entró entonces en un impasse. Konoye, el Ejército y la Armada se pusieron a presionar discretamente a Matsuoka para que actuase y dejase de entorpecer. Matsuoka, cada vez más irritado, llegó a decirle a mediados de mayo al Embajador norteamericano en Tokio que Hitler había demostrado una gran “paciencia y generosidad” al no declarar la guerra a EEUU y que los ataques norteamericanos a los submarinos alemanes en el Atlántico acabarían provocando sin duda la guerra entre EEUU y Japón. Terminó diciéndole que si los EEU tenían huevos que le declarasen la guerra de una vez a Alemania y se dejasen de jueguecitos. Hasta el propio Matsuoka entendió que se había pasado varios pueblos y tres días después le mandó una carta, en la que se disculpaba y decía que sabía cómo debía comportarse un Ministro de Asuntos Exteriores, pero que ocurría que a menudo se le olvidaba que era Ministro. Me imagino que esos olvidos tan peculiares no los tendría los días de paga.

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