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Blogs La viga en el ojo por Fredy Massad

Entrevista a Alberto Campo Baeza

Entrevista a Alberto Campo Baeza
Fredy Massad el

¿Qué significa para usted haber recibido la Medalla de Oro que otorga el Consejo Superior?

Lo considero un honor inmerecido que atribuyo en primer lugar de la generosidad de quienes lo proponían, entre los que figuraban varios colegios de arquitectos. Para mí es un honor sean que los propios colegios quienes me hayan propuesto. Atribuyo también este honor a la generosidad del jurado que ha emitido este juicio. Lo agradezco infinitamente.

¿Qué ha representado para usted ejercer la arquitectura desde la práctica y la docencia, si es que es posible establecer distinciones entre  ambas vertientes?

Es una pregunta bien formulada porque creo que es imposible separarlo. Animo a la docencia a los mejores alumnos, a los arquitectos jóvenes, porque ejercerla es un regalo.

Por supuesto, debe gustarte y debe trabajarse sobre los métodos de enseñanza. Mi padre era cirujano, operaba con los antiguos bisturíes metálicos, que para operar bien debían estar muy bien afilados. De hecho, por ese motivo mi último libro se titula Sharpening the Scalpen («Afilando el bisturí»). Entiendo la docencia como una forma de afilar esos bisturíes a fin de poder efectuar después una relectura que sea radical, sencilla, lógica y que sirva para alcanzar la belleza.

Siguiendo a Vitruvio, la relectura de la utilitas y la firmitas de Vitruvio nos recuerda que el fin es alcanzar la venustas para ofrecérsela a la gente, para que disfrute. Esto hace que la docencia esté ligada a la práctica de la arquitectura: uno enseña cómo hacer las cosas de la manera más rigurosa, más lógica, más profunda, más radical…y, lógicamente, cuando tú haces tu propia arquitectura procuras aplicar aquello mismo que estás enseñando. Puede gustar o no gustar;  se le pueden poner las etiquetas que se quiera pero, por encima de ellas, siempre ha de haber una lógica respondiendo a ideas profundas y que también ha de ser capaz de ser explicada.

Cuando una arquitectura está hecha de esos componentes puede ser perfectamente explicada y entendida de una manera muy sencilla.

¿Cuál es su percepción de la profesión de arquitecto en este momento, tras la borrachera de espectáculo que se produjo desde fines de los 90 hasta la sacudida de la crisis y la reacción posterior? ¿Hemos aprendido algo o continuamos en lo mismo?

Apuntaría muchos temas, pero destacaría dos. Uno es la arquitectura espectáculo, que considero una estupidez. Nuestra sociedad, que tiene una disposición magnífica por formación y medios para poder disfrutar de la cultura, está convirtiéndose en inculta y superficial.

En el caso de la arquitectura, creo que los medios tenéis parte de culpa ya que se aplauden arquitecturas estrambóticas que nada tienen que ver con la arquitectura profunda, seria. ‘Seria’ no significa aburrida, sino rigurosa y que aspira a lograr la belleza por sí misma, prescindiendo del espectáculo. Ahora mismo son las arquitecturas espectaculares las que se aplauden y a las que se da lugar en los medios, haciendo que la sociedad tome esos edificios por buena arquitectura, cuando en realidad se encuentra en el polo opuesto.

Otro tema que me preocupa es el de la situación de los jóvenes arquitectos en España. Son profesionales que están excelentemente formados. El prestigioso Kenneth Frampton aseguró el pasado año que la escuela de arquitectura de Madrid es la mejor del mundo y yo mismo quiero también defender absolutamente la universidad pública de Madrid, que brinda la formación más completa y cuenta con magníficos profesores.

El problema en sí no es la calidad de la formación sino que, a causa de una pésima distribución del trabajo, esos jóvenes arquitectos excelentemente formados resultan demasiado numerosos cuantitativamente. Hace un tiempo publiqué un texto que resultó algo polémico, titulado «Socializar el suelo o morir», en el que planteaba que el problema radicaba no tanto en esa crisis económica sino más bien en el hecho de que el trabajo estaba muy mal repartido.

Sería necesario que los colegios de arquitectos se comprometiesen más intensamente en garantizar una mejor distribución. Un médico puede visitar veinte o treinta pacientes a diario, pero no mil. Haciendo una equivalencia, en el actual estado de cosas un arquitecto sí podría atender a mil pacientes, así que se trataría de imponer el sentido común y que los arquitectos no aceptaran más trabajo del que realmente pueden asumir. Hay una juventud, bien formada, espléndida, y que debería tener el derecho a estar trabajando.

Hace un tiempo, Rafael Argullol firmaba un artículo de opinión donde denunciaba los daños que estaba causando la cultura del paper que imponen las actuales dinámicas académicas.  Criticaba esta universidad que busca manufacturar profesionales titulados pero cuya formación intelectual es muy elemental, cobarde y mediocre –a mi manera de ver−, y obediente a unos protocolos absurdos.

Argullol tiene razón. Ahora mismo tengo encima de la mesa el Protréptico de Aristóteles, al lado tengo el Hortensio de Cicerón y cada noche, antes de dormir, sigo releyendo la Odisea.  Habrá quien se pregunte qué hace un arquitecto leyendo a Homero en vez de a Tafuri y la respuesta es porque creo que la cultura es un regalo maravilloso que se nos ha hecho a los seres humanos.

Disponemos ahora mismo de unos medios extraordinarios para poder acceder a recursos culturales y disfrutar de ellos. Sin embargo, vivimos en una sociedad que se pasa el día ante la televisión o con la mirada fija en la pantalla del móvil.  Siempre digo a mis alumnos que el disfrute intelectual no está reservado a la sabiduría ni es sólo para unos pocos, al contrario: hoy está al alcance de todos poder disfrutar de Aristóteles o de la música de Philip Glass.  Me apena ver cómo eso se desperdicia. La universidad debiera ser un foco de cultura.

Estoy de acuerdo. A veces es la propia universidad la que no fomenta el aprecio a ese disfrute, a la adquisición de conocimiento.  La mercantilización de la educación universitaria ha abocado a esto.

 La raíz profunda es la de la enseñanza primaria.  Echo de menos la formación en latín que recibíamos. Haber adquirido ese aprendizaje es lo que actualmente me permite expresarme en un buen inglés y disponer de buenos recursos de expresión escrita.

La educación es la clave de todo y ésta es un recorrido que se inicia en los niveles escolares más primarios y llega hasta la universidad que, insisto, debiera ser un lugar de excelencia.

La mala democratización de todo está teniendo pésimas consecuencias.  La educación, como expone, y por diferentes factores, es un muy claro ejemplo. Comparto esa idea de que es preciso regresar a niveles más rigurosos de exigencia. Comprendo esto relacionado con esos tres conceptos destacados por el poeta T. S. Eliot a los que hacía mención en una reciente conferencia: información, conocimiento y sabiduría.

Eliot efectúa primero tal distinción de conceptos en el poema «Coros de la roca», de 1934,  y ahonda en ella en el ensayo «¿Qué es un clásico?», texto del discurso que pronunció  el 16 de octubre de 1944 ante la Sociedad Virgiliana de Londres.

Hoy, gracias a Google, disponemos de información,  pero si no la digerimos no lograremos convertirla en conocimiento.  El conocimiento es la elaboración de la información. Tras ese proceso, posteriormente, quizá se logrará alcanzar sabiduría.

 Pero habitamos en una sociedad que se conforma con esa sobresaturación de información y meros datos, sin proceder a ese paso siguiente de elaborarlos para hacer de ellos conocimiento.  Esto hace que se aúpe a personajes adanistas, surgidos tanto de las carencias culturales del grueso de la sociedad como de las que ellos mismos poseen. En arquitectura, considero indispensable que se trabaje para recuperar el buen conocimiento de su historia.

Ahí abordaríamos ese maravilloso instrumento del que hablaron Eliot y Platón: la memoria.  E insisto a la vez en que el ordenador es una herramienta fabulosa.

Una tarea que tengo ahora mismo sobre mi mesa es volver a ver los textos que he escrito a lo largo de los años y reescribirlos. Antes se escribía a mano y, a continuación, ese escrito se mecanografiaba, iba a imprenta, se encuadernaba, se editaba y raramente se volvía a releer.  Ahora al disponer de esos escritos en archivos digitales, uno regresa a ellos y los lee.  Y siempre me sucede que, cuando releo mis textos, corrijo porque en la pantalla, por la facilidad que brinda la herramienta,  se corrigen errores tipográficos, palabras… incluso hasta ideas.

De esta manera he reescrito los principales textos que, a lo largo de mi vida, he ido elaborando en torno a los temas centrales de la cultura.  Y eso que yo pensaba que iba a convertirse en una complicación está resultando una labor que estoy disfrutando enormemente. Y es una operación que posibilita un instrumento tan extraordinario como este sencillo ordenador que tengo ante mí.

En lugar de cuidar la memoria hacemos que ahora la arquitectura se sustente sobre conceptos puestos de moda como «sostenibilidad», «participación», «colectivo». Estos dos últimos en particular, ¿no están poniendo en duda la capacidad de decisión del arquitecto basada en su conocimiento?

 Son temas candentes. La sostenibilidad a veces es una estupidez.  Más que de sostenibilidad, yo hablaría de sentido común: de soluciones finísimas y que se han aplicado toda la vida.  Un buen arquitecto va a saber construir un edificio naturalmente sostenible, capaz de sostenerse en el tiempo y, si es hermoso, también en la memoria de los hombres.

Cualquier creador, sea arquitecto, escritor, músico… busca la belleza  como una forma de servir a los demás. Y para lograr la belleza no es necesario hacer nada extraño ni forzado. Se precisa tiempo, memoria y trabajar, trabajar, trabajar.  Toda mi vida he trabajado como una mula.

Pero no es saludable someterse al trabajo, dejarse esclavizar por él.

Cuando un arquitecto es joven trabaja en exceso, de una forma neurasténica, pero es necesario el descanso, ocuparse en otras actividades que también pueden servir para aprender arquitectura, como visitar un museo. Es preciso trabajar mucho, pero también saber dosificar ese esfuerzo. No hay que olvidar ese viejo refrán que nos avisa de que el tiempo es oro.

Antes aludíamos a la idea del riesgo de la mal aplicada democratización del conocimiento. Es algo palpable también en las redes y la vida en general: se tiende a creer que uno está autorizado a emitir opiniones y juicios sobre todo y, como comentaba anteriomente, creo que también ha tenido como consecuencia que se vaya perdiendo o debilitando la comprensión del arquitecto como especialista. Para explicar con claridad esto último regresaría a la anterior comparación con la figura del médico: un enfermo consulta a un especialista y luego puede buscar la opinión de un segundo profesional, pero no va a convocar un plebiscito para diagnosticar qué enfermedad tiene, pero hoy se ofrecen al debate y a la decisión pública decisiones concernientes a la arquitectura.

 A todos aquellos que hoy emplean tan profusamente la palabra «democracia» les sugiero leer a Platón.  Yo obedezco a pies juntillas a mi doctora de la Seguridad Social. Uno debe ponerse en manos de quien sabe, de quien posee el conocimiento sobre algo.

¿Cree que toda esa imagen mediática de la arquitectura, de la arquitectura como espectáculo a la que antes aludía, ha acabado redundando en una mala reputación del arquitecto entre la sociedad? Es cierto que se impuso esa comprensión distorsionada sobre lo que era la arquitectura y el arquitecto accedió complaciente a ello. Hoy da la impresión de que los arquitectos no saben comunicar con claridad a la sociedad cuál es su rol y qué es  la arquitectura.

 Sí, la arquitectura es excepcionalmente noticia. Salvo en ocasiones de reconocimientos a determinadas figuras o por accidentes.  Cierto diario confeccionaba listas de las 100 figuras más influyentes y en ellas jamás figuraba un arquitecto. Soy un gran oyente de radio y raramente se habla en ella de arquitectura.

Quizá también la propia crítica de arquitectura haya tenido importante parte de responsabilidad en esto al no haber salido de su propia endogamia y comprender la importancia de trabajar también para educar a la sociedad en general sobre el papel y valor de la arquitectura.

 Yo no culparía exclusivamente a los críticos de arquitectura, aunque sí es verdad que en ocasiones han pecado de pedantería, con la consecuencia de que se ha ido dejando de leer sus opiniones. Como antes decía, una de mis máximas preocupaciones al escribir es la claridad: que se me entienda, exactamente el mismo objetivo que tengo como docente. Goethe decía que enseñar no es llenar el pozo sino encender el fuego. Al enseñar uno debe asegurarse de que va a saber transmitir.

Una de sus críticas importantes, formulada también a través de su propia arquitectura, es al exceso de banalidad. ¿Cree que no ha perdido vigencia la idea de Loos del ornamento como delito?

 Sigue actualísima. Retorno al campo de la palabra para poner un ejemplo. En un libro escrito por lingüistas para los niños americanos todo resume todo en un principio básico: omitir las palabras innecesarias, algo que no significa ser minimalista ni frugal.

También considera vigente a Mies.

 Sí, por su idea del orden. En el Pabellón de Barcelona la estructura es simétrica, aunque no lo parezca, mientras que los muros se manejan con libertad de una manera comparable al cuerpo humano, donde el esqueleto es simétrico pero los órganos se disponen en él de otro modo,  unos a la izquierda y otros a la derecha. El espíritu de Mies sigue vigente, su less is more. El viejo sentado fumándose su puro era un tipo inteligente.

¿Cuál es su percepción sobre esta sociedad actual donde imperan cada vez con más fuerza los populismos, que da vuelo a este empobrecimiento intelectual amplio?

 Uno siempre está volviendo a empezar y creo que la labor que cada uno de nosotros desempeña, poniendo toda la carne en el asador, hace que finalmente las cosas salgan. No es que el mundo ahora esté peor, sólo hay que leer el discurso de Cicerón contra Catilina para comprender que las cosas siempre han sido complicadas.  Creo que es necesario ser optimista siempre y no perder jamás el buen humor. Por supuesto que hay problemas en el mundo y que es necesario arreglarlos  pero creo que desde el lugar en que uno está, y trabajando, puede ayudar. Es una suerte vivir en este mundo que nos ha tocado.

 

(Una versión abreviada de esta entrevista fue publicada en ABC Cultural el 30 de noviembre de 2019.)

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