Pablo M. Díez el 28 abr, 2014 En Filipinas, la vida es capaz de abrirse paso en los lugares más insospechados. Uno de ellos es el Cementerio del Norte de Manila. En este camposanto de 55 hectáreas, que es el mayor del país y fue inaugurado en 1904, miles de familias pobres han formado su hogar entre las tumbas de ilustres artistas y padres de la patria como Ramón Magsaysay, Sergio Osmeña y Manuel Roxas. A simple vista, pone el vello de punta solo de pensarlo, pero lo cierto es que tiene sus ventajas en una megalópolis tan caótica y congestionada como Manila, donde buena parte de sus 12 millones de habitantes malviven hacinados en chabolas de latón en medio de un tráfico infernal. Entre tumbas ilustres y panteones familiares, miles de familias pobres viven en el Cementerio del Norte de Manila. “Antes vivía en una vieja cabaña de madera en Montalbán, pero esto es más tranquilo porque no hay mucho ruido y también muy fresquito gracias al mármol de las tumbas”, razona, con toda lógica, Mario Formales, quien lleva 32 de sus 55 años morando en el panteón de la familia De Castro. Aquí están enterrados Rodolfo y Marcela, una pareja que falleció en los años 90 sin descendencia y, mucho antes de morir, había contratado a la abuela de Mario, Dionisia, para que cuidara el mausoleo, donde también reposan los huesos de sus antepasados. “Los conocí personalmente porque venían el 1 de noviembre de cada año a celebrar el Día de Todos los Santos y una vez hasta nos regalaron un televisor”, recuerda Mario, quien heredó con orgullo el trabajo de su abuela: mantener limpio el panteón y vigilarlo para que nadie robe el mármol ni el hierro de la verja. Además de asegurarse así un techo bajo el que cobijarse, gana al año unos 1.500 pesos (24 euros) cuidando otro panteón. Mario Formales le da el biberón a su nieto en el panteón donde vive con su familia. Junto a él viven su esposa, sus cinco hijos, tres yernos y cuatro nietos, que se distribuyen como pueden en los ocho metros cuadrados que tiene cada planta del mausoleo. “Es pequeño, pero lo bueno es que toda la familia está junta”, se congratula Mario mientras le da el biberón a su nieto de dos meses, Leycee, a quien su hija Maricar ha dado a luz con solo 17 años. Dando buena prueba de que este lugar está lleno de vida, sus otras dos hijas también se enamoraron de sus maridos en el cementerio, donde trabajan esculpiendo lápidas por unos 1.000 pesos (16 euros) al mes. Sus hijos, que juegan al escondite entre los nichos y hacen las tareas sobre las tumbas, van a una escuela cercana donde a nadie le parece raro vivir en un cementerio. Sin duda, en Manila hay sitios mucho peores. Una niña hace los deberes a la sombra de las lápidas del cementerio. ¿Pero no es una falta de respeto para los muertos, sobre todo en un país tan católico como Filipinas? “No, porque les ponemos flores, nos acostamos temprano y, para no molestarlos, vemos la tele con el volumen muy bajo. Además, sus familiares saben que no están solos porque los cuidamos”, responde Mario Formales. Como él, muchos vigilantes están autorizados a residir en el cementerio porque han sido contratados por los parientes de los difuntos, pero cada vez se cuelan más mendigos, drogadictos y delincuentes que se ocultan entre sus tumbas. “Algunas partes son peligrosas porque hay robos”, advierte Susan Mandane, que a sus 44 años ha montado un puesto de refrescos, caramelos y velas frente al mausoleo donde vive junto a su esposo y sus dos hijos. Bajo la cruz de una lapida, uno de ellos duerme plácidamente la siesta, no tan eterna como la de su vecino en la tumba de al lado. Bajo la cruz de una tumba, un joven duerme la siesta dentro del pantéon ocupado por su familia. Con muchas estreches, los Mandane van tirando gracias a los 182 pesos (tres euros) al día que gana el marido como jardinero del cementerio, los 200 pesos (3,2 euros) que su mujer se saca en la tienda y los 1.500 pesos (24 euros) anuales que reciben por cuidar otro panteón. Para alumbrarse de noche, cuando un silencio sepulcral envuelve el camposanto en medio de una oscuridad fantasmal, la familia utiliza la batería de un coche porque no hay electricidad. Tampoco agua potable, lo que permite a porteadoras como María Caguiza, de 52 años, ganarse el jornal vendiendo por 2 pesos (tres céntimos de euro) las botellas que trae de la fuente que brota frente a la tumba del expresidente Manuel Roxas. Susan Mandane ha montado un puesto de refrescos, caramelos y velas frente al mausoleo donde vive junto a su esposo y sus dos hijos. “Aquí llevamos una vida decente y no hacemos nada ilegal”, resume su existencia Crisanto de la Cruz, quien lleva 40 de sus 49 años habitando en el cementerio. Contento por estar junto a los ocho miembros de su familia, llegó cuando era solo un niño y heredó el trabajo de su padre cuidando medio centenar de panteones, que le reportan cada año unos 1.500 pesos (24 euros) cada una. Además, en el camposanto conoció a su esposa y tuvo a sus siete hijos, de los cuales seis siguen residiendo y trabajando entre las mismas tumbas que los vieron nacer. Pero, como muy sabiamente advierte Mario Formales, “vivir en el cementerio no significa perder el miedo a la muerte, que me preocupa como a cualquiera porque quiero ver crecer a mis nietos”. Y es que no hay nada como la cercanía de la muerte para apreciar aún más la vida. La vida y la muerte se mezclan en el Cementerio del Norte de Manila. Otros temas Tags catolicismocementeriofilipinasmanilamanuel roxasmiseriamuertosnichospobrespobrezaramon magsaysayreligionsergio osmeñatumbasvida Comentarios Pablo M. Díez el 28 abr, 2014
Entrevista íntegra a la Nobel de la Paz María Ressa: “Las elecciones de Filipinas son un ejemplo de la desinformación en las redes sociales”