Londres 1851, París 1889, Chicago 1933-34, Osaka 70, Sevilla 92 Desde la primera muestra en plena “Revolución Industrial” hasta la actualidad, las Exposiciones Universales sirven para acreditar el progreso y la modernidad de un país. Antes daban a conocer a todo el mundo las últimas innovaciones, pero en la globalizada sociedad de la información han entrado en declive y ya sólo se reducen a meras operaciones de renovación, y casi siempre especulación, urbanística.
Con China inmersa en su propia “Revolución Industrial”, la cita de Shanghái recuerda a la primera Gran Exposición de Londres de 1851, cuando todas las naciones empezaron a reunirse para compartir los adelantos técnicos y científicos que estaba trayendo la modernidad. Ante la distinguida sociedad victoriana, en el Palacio de Cristal levantado en Hyde Park se presentaban novedosas máquinas textiles, hornos metalúrgicos y locomotoras de carbón mientras los tiznados obreros de las minas y fábricas vivían en chamizos en los suburbios de Manchester o Liverpool.
En 1889, la Expo de París nos dejaba la Torre Eiffel, icono de sociedad del hierro y las bombillas eléctricas, mientras que la Feria Mundial del Siglo del Progreso en Chicago (1933-34) espoleaba la industria del automóvil en Estados Unidos. Tras quedar arrasado en la Segunda Guerra Mundial, Japón se reconstruía como potencia tecnológica con los Juegos Olímpicos de Tokio (1964) y la Expo de Osaka (1970). Y, en 1992, España certificaba su democrática modernidad ante el mundo con las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla. Este mismo patrón se repite en la pujante Shanghái
del siglo XXI.