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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

Tailandia pierde la sonrisa

Pablo M. Díez el

Al igual que la bancarrota griega revela los pecados del capitalismo en las avanzadas sociedades occidentales, la revuelta de los “camisas rojas” en Tailandia pone de manifiesto la crisis de la globalización en los países en vías de desarrollo.

Aunque Tailandia ha sufrido 19 golpes de Estado desde el fin de la monarquía absolutista en 1932, la actual inestabilidad política es fruto del progreso asimétrico que viene experimentando desde los años 70 y 80. Así lo demuestran los futuristas rascacielos de cristal y acero, los hoteles internacionales de diseño y las boutiques de lujo que pueblan el centro de Bangkok, que conviven con destartaladas chabolas de madera por donde los niños corretean medio desnudos entre las vías del tren.

Con casi más fotógrafos que militares, el Ejército tailandés aplastó la revuelta de los “camisas rojas” el pasado 19 de mayo

Huyendo de la miseria en las zonas rurales del interior, los hijos de los campesinos emigran a las grandes ciudades para trabajar por entre 100 y 200 euros al mes como taxistas, camareros, albañiles o botones. En busca de salidas fáciles, a las chicas no les queda más remedio que “hacer la calle” en Bangkok, Pattaya y Phuket, bailar en bikini en una barra del “soi” (callejón) Nana o meterse en un salón de masajes con final feliz.

Aliado estratégico de Estados Unidos para frenar el avance del comunismo por el Sureste Asiático durante la Guerra Fría, este país de 65 millones de habitantes ha estado tradicionalmente dirigido por el venerado pero enfermo rey Bhumibol el deca

no de las monarquías mundiales a sus 82 años y las élites de poder, representadas por el Ejército y grandes empresarios. Hasta ahora, ambos grupos se habían asegurado la hegemonía social gracias a las frecuentes asonadas militares y a la devota sumisión del pueblo al soberano, ante el que los súbditos deben literalmente arrastrarse por el suelo y cuya presencia en retratos y altares erigidos por todo el país sólo es comparable con la propaganda del último régimen estalinista del mundo: la hermética y aislada Corea del Norte. Apreciado destino gracias a sus bellos templos budistas y paradisíacas playas, a Tailandia se puede venir a hacer “turismo sexual” con jóvenes que venden sus cuerpos por poco más de diez euros, pero está prohibido criticar al rey bajo pena de acabar entre rejas por un delito de “lesa majestad”.

Como la miseria y las desigualdades aliñan el caldo de cultivo para que florezcan políticos salvapatrias, los cimientos de este sistema empezaron a tambalearse cuando, en las elecciones de 2001, arrasó Thaksin Shinawatra, un antiguo policía que había amasado una de las mayores fortunas de Tailandia con su compañía de telefonía móvil. Aunque Thaksin era un magnate, pronto se convirtió en un líder populista que no sólo compraba directamente los votos de los campesinos en sus mítines, sino que también implantó la atención sanitaria gratuita y ayudó al desarrollo de las zonas rurales con carreteras, regadíos y microcréditos para montar pequeños negocios como granjas de cerdos o aves. “Venía al pueblo sin escoltas y era tan cercano que hasta nos daba abrazos y se quedaba en nuestras casas”, recuerda Prajin Natesikum, una maestra de Ban Nong Know, una aldea de chamizos de madera y árida tierra de cultivos en Isan, el paupérrimo noreste de Tailandia donde los “camisas rojas” tienen su granero electoral.

Aquí, donde vive de la agricultura el 40 por ciento de la población del país, la tierra está tan cuarteada que las famélicas vacas, todo pellejo y huesos como las de la India, apenas encuentran hierbajos en los que pacer. Mirando al cielo, los campesinos esperan las lluvias del monzón para plantar arroz, cuya única cosecha les da para malvivir seis meses, y la estación seca para cultivar caña de azúcar, que les reporta al año 40.000 bahts (1.000 euros).

“Esto no es suficiente porque necesitamos al mes unos 10.000 bahts (250 euros)”, explica apenada Chalong Patumsilp, la hermanastra de Pornsawan Nakachai, un “camisa roja” de 24 años que cayó abatido por los disparos del Ejército tailandés durante la revuelta y cuyo funeral fue oficiado en el templo budista de su pueblo, ubicado a 600 kilómetros de Bangkok en la provincia agrícola de Roi Et.

Un monje budista rinde el último homenaje al “camisa roja” Pornsawan Nakachai

En un mundo cada vez más globalizado y urbano, Pornsawan tampoco le veía futuro a la agricultura. Así que emigró a la gran ciudad en busca de un porvenir. Siguiendo este triste patrón, llevaba ya cinco años conduciendo una moto-taxi en la capital, donde ganaba al mes unos 9.000 bahts (220 euros). Una tercera parte de esa cantidad se la enviaba a la familia, que ha podido cambiar la madera de los muros de su casa por cemento gracias a los sobres que sus cuatro hijos mandan desde la ciudad.

En Bangkok, Pornsawan había conocido a su novia de 21 años, “Ple” Chantip Wangdee, otra emigrante de la provincia oriental de Sisaket empleada en un restaurante japonés. “No era un joven especialmente metido en política, pero se unió a las protestas para que hubiera más democracia y menos desigualdades”, explica la muchacha aferrándose a una foto que retrata como una estrella del pop oriental a su atractivo prometido, con el que estaba ahorrando para casarse y abrir un negocio.

Sus sueños se truncaron cuando dos balas, probablemente disparadas por un francotirador, se alojaron en su abdomen mientras se unía a la barricada de Bon Kai, que ha mantenido en jaque al Ejército y la Policía con sus continuos ataques con “cócteles Molotov” y bengalas explosivas.

“Yo tenía mucho miedo y le pedía que no fuera a luchar, pero él me decía que no le importaba morir por la democracia”, solloza “Ple”, quien se siente “sin fuerzas” por la segunda derrota de los “camisas rojas” pero ansía el momento de vengar la muerte de Pornsawan.

“El único que se ha preocupado por nosotros, los pobres, es Thaksin Shinawatra”, tercia la hermanastra para referirse al ex primer ministro depuesto en 2006 por un golpe de Estado militar, quien dirige desde el exilio las movilizaciones de los “camisas rojas”. “Thaksin puso en marcha proyectos para mejorar nuestra vida, como la atención sanitaria gratuita, y aquí construyó una carretera y un nuevo canal de riego, pero el nuevo Gobierno no ha hecho nada más que beneficiar a los ricos”, critica la mujer recogiendo el sentir general.

A Thaksin, exiliado para evitar una condena por corrupción que le ha confiscado la mitad de sus 2.300 millones de dólares (1.899 millones de euros), se le reprocha la violación de los derechos humanos en la lucha contra la insurgencia musulmana en el sur y en la “guerra sucia” contra el narcotráfico, que dejó 2.275 ejecutados en sólo tres meses en el Triángulo Dorado, la frontera natural que dibuja el río Mekong entre Tailandia, Birmania y Laos y epicentro del comercio de heroína y anfetaminas. Pero también se le reconoce su ambición como estadista para situar a su país en la primera división mundial, como demostró en la cumbre de países de Asia y Pacífico (APEC) celebrada en Bangkok en 2003, donde se codeó con Bush y Putin tras enviar tropas a Irak, y su faraónica inversión en el aeropuerto de Suvarnabhumi.

Todo un símbolo de modernidad que Thaksin no pudo inaugurar porque, pocos días antes de su apertura, fue depuesto en septiembre de 2006 por un golpe de Estado del Ejército santificado por el rey. De esta manera, los militares le arrebataban el poder que había vuelto a obtener por arrolladora mayoría en los comicios de 2005. Una victoria que no fue bien digerida por los “camisas amarillas”, las clases medias y altas urbanas que, adoptando el color de la monarquía, habían colapsado Bangkok con multitudinarias manifestaciones de hasta 100.000 personas pidiendo su dimisión.

Tras un año de gobierno militar, y con su partido “Thai Rak Thai” (Los tailandeses aman lo tailandés) disuelto por los jueces, otro grupo político apoyado por Thaksin volvió a ganar las elecciones de finales de 2007. Esgrimiendo el amaño de los resultados y motivos tan peregrinos como que el entonces primer ministro, Samak Sundaravej, cobraba otro sueldo como presentador de un programa de cocina en televisión, el Tribunal Supremo anuló dos Ejecutivos pro-Thaksin, que acabaron derrumbándose cuando decenas de miles de “camisas amarillas” paralizaron el país al tomar el aeropuerto de Bangkok en noviembre de 2008 sin que la Policía ni el Ejército hicieran nada por impedirlo.

“Reventando” cumbres internacionales, protagonizando manifestaciones masivas y montando campamentos en pleno centro de Bangkok, los “camisas rojas” vienen acosando desde entonces al actual primer ministro “amarillo”, Abhisit Vejjajiva, para que adelante unas elecciones que volverán a ganar los seguidores de Thaksin. “Antes podían manejar fácilmente a la gente porque la mayoría eran campesinos sin formación, pero ahora tenemos más medios de comunicación e internet y muchos jóvenes han estudiado”, resume Chartchai Changindra la revolución social que la modernidad, el crecimiento económico y la globalización han traído a Tailandia.

Cuatro “camisas rojas” antes del desalojo del Ejército, bajo una pancarta que reza “Manifestantes pacíficos, no terroristas”

Liderados ambos bandos por políticos y empresarios corruptos que los manipulan para hacerse con el poder y repartirse sus beneficios, en Tailandia se libra una nueva lucha de clases entre las élites urbanas y los pobres campesinos de las zonas rurales. Tras el aplastamiento militar de la revuelta de los “camisas rojas”, que ha dejado más de 80 muertos y 1.800 heridos en los dos últimos meses, esta fractura social no sólo amenaza con arruinar al turismo en el “país de la sonrisa”, sino con desembocar en una guerra civil.

Versión íntegra del reportaje “Budas de sangre” publicado el 6 de junio en la revista XL Semanal con fotografías de Álvaro Ybarra Zavala.

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