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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

Los últimos nómadas de Mongolia

Pablo M. Díez el

Davaadorj, un pastor de Mongolia, se cambia de casa cada nueva estación siguiendo a su ganado por las montañas de Chuluut, cuyos picos llegan a los 2.000 metros de altitud en la provincia central de Arkhangai, a 630 kilómetros de la capital, Ulan Bator.

Mongolia es un bello país de paisajes naturales como estas montañas de Chuluut.

En invierno, se tardan unas 15 horas en hacer este recorrido en coche porque la mayor parte del trayecto discurre por pistas de tierra heladas o, directamente, campo a través. Con el termómetro marcando hasta 50 grados bajo cero, el manto de la nieve cubre hasta donde alcanza la vista. No hay un alma en kilómetros y kilómetros a la redonda, sólo rebaños de ovejas y cabras y manadas de caballos. En la lejanía, parecen puntitos negros en la blanca inmensidad sin fin de la estepa. Luego, a medida que el todoterreno se acerca levantando una estela de polvo a su paso, van adquiriendo sus dimensiones reales.

Un rebaño de ovejas, en medio de la inmensa estepa nevada.

Primero los caballos mongoles, pequeños como potros pero fuertes como bueyes. Con sus largas crines al viento, los machos con más de cuatro años son capaces de trotar en carreras de hasta 20 kilómetros. A continuación, las cabras y las ovejas, cubiertas de nieve. Su pelo está ahora sucio y zarrapastroso, pero es el mismo por el que en Occidente se paga una fortuna convertido en cachemira y lana.

“Cada cabra suele dar entre 200 y 300 gramos de cachemira. Con tres o cuatro reunimos un kilo, que vendemos a 60.000 tugrik (34 euros)”, explica Davaadorj la principal fuente de ingresos para los pastores de Mongolia. Con tres veces la superficie de España, este enorme país emparedado entre dos vecinos aún más gigantescos, Rusia y China, sólo tiene 2,7 millones de habitantes.

Los pastores mongoles viven de la lana de su ganado.

La mitad de ellos vive en Ulan Bator, cuyo población se ha disparado desde la caída del comunismo en 1990 por la emigración masiva procedente del campo. Levantada a base de decadentes bloques de viviendas de estilo soviético, la ciudad está creciendo frenéticamente al amparo de los abundantes recursos minerales que almacena el subsuelo de Mongolia, rico en carbón, oro, cobre, cinc, tungsteno y uranio.

En un mundo sediento de energía por el ascenso de las potencias emergentes, estas materias primas han provocado el desembarco de multinacionales mineras de China, Japón, Australia y Rusia. Con ellas han aterrizado el progreso y la modernización: es decir, los atascos y las galerías comerciales. En torno a la estatua de Gengis Khan que preside el Parlamento, en la céntrica plaza de Sukhbaatar, las lujosas boutiques de Louis Vuitton, Armani y Burberry han abierto sus puertas en el rascacielos de cristal de la Central Tower. De estilo renacentista, a su espalda aún resiste el Palacio de la Ópera y el Ballet Nacional, erigido por los rusos en 1963 con sus características columnas griegas y su frontispicio de color salmón.

Unos nómadas abren un surco de agua en un río congelado para abrevar sus caballos.

La globalización, que uniforma todas las ciudades a base de franquicias de ropa y restaurantes de comida rápida se abre paso en Mongolia. Pero, fuera de la capital, los pastores y ganaderos como Davaadorj, que suman un tercio de la población, siguen conservando su modo de vida tradicional, basado en la trashumancia. Junto a 19 parientes, Davaadorj tiene 400 cabras, 300 ovejas, 170 yaks y 94 caballos, que pastan en las praderas rodeadas por los montes de Chuluut. En verano, una alfombra verde cubre todo el valle, pero en invierno parece un océano de nieve. “Ahora estamos resguardados en la falda de la montaña, pero nos trasladaremos junto al río en abril, cuando llegue la primavera, en busca de los mejores pastos”, desgrana Davaadorj, casado a sus 44 años con Bolor, de 28, y padre de tres hijos.

A 27 kilómetros, los niños estudian en el colegio del pueblo, que cuenta con dormitorios para los hijos de los pastores porque, de los 3.600 habitantes de Chuluut, unos 600 viven en yurtas desperdigadas por las montañas. Tanto en las ciudades como en el campo, la mitad de los mongoles habitan en las denominadas “ger”, las tradicionales tiendas de campaña blancas y redondas que tienen unos seis metros de diámetro y cargan a cuestas con la mudanza de cada temporada.

La mayoría de los mongoles siguen viviendo en yurtas, las tradicionales tiendas de campaña.

Sus paredes están formadas por planchas de madera y, en el centro, se alzan dos pilares bajo una claraboya por la que entra la luz del sol y sale la chimenea de la estufa de hierro, que sirve a su vez de cocina. El suelo es de madera y está recubierto de lona, mientras que la tela del techo ha sido forrada con lana para aislar el frío. Cuando en el exterior las temperaturas bajan hasta los 50 grados bajo cero, el fuego de la chimenea mantiene dentro un caldeado ambiente de entre 10 y 20 grados. El techo, por el que asoma la humeante chimenea, descansa sobre 81 travesaños radiales en torno a la claraboya, por la que se cuela la claridad al atardecer dibujando enigmáticos haces de luz que flotan en la penumbra de la yurta.

La luz se cuela entre la penumbra en la yurta de Davaadorj y su esposa, Bolor.

“Entre cuatro personas, desmontamos la tienda en quince minutos y tardamos media hora en levantarla de nuevo”, relata Davaadorj, quien vive de la cachemira y la lana. Aquí, la economía es prácticamente de subsistencia y se basa en el ganado: su piel, su carne, su leche y sus derivados, como el yogur, el amargo queso de yak y hasta un licor suave que intenta parecerse al sake japonés. “Somos vaqueros, no agricultores. Queremos cultivar verduras y patatas, pero en este terreno es complicado porque hace mucho frío”, se queja el pastor, que necesita dinero para comprar arroz, harina, sal, vegetales, cigarrillos y alcohol. Por eso, a veces recurre al trueque, donde las ovejas y las cabras son la vara de medir todas las cosas. Por ejemplo, con un cordero se adquieren 50 kilos de harina, mientras que hacen falta 45.000 tugrik (26 euros) para comprar un saco con 20 kilos de arroz.

En la yurta no hay electricidad y la única luz la proporciona un panel solar, presente en cada tienda porque, por un millón de tugrik (573 euros), se vende conjuntamente con una antena parabólica y un televisor donde se sintonizan una veintena de canales.

Lo que falta es agua corriente. En verano, las yurtas se instalan junto al río. De sus aguas cristalinas beben no sólo los animales, sino también las personas, ya que proceden del deshielo de las montañas. Cuando el río se congela en invierno, Erdene, el cuñado de Davaadorj, corta bloques de hielo que carga en carros de madera tirados por yaks. Almacenados a las puertas de cada casa, las mujeres derriten luego dichos témpanos en la chimenea para tener agua con la que cocinar.

A 50 grados bajo cero, los bloques de hielo se mantienen congelados a la puerta de la yurta.

Tampoco hay baños y las necesidades hay que hacerlas en el campo. Son las incomodidades de una vida dura pero sencilla, tan natural que Davaadorj no la cambiaría por los lujos de la ciudad. “¿Qué podría hacer allí, ganar dos dólares al día rebuscando en la basura botellas de plástico para reciclar?”, se pregunta refiriéndose al destino que corren buena parte de los emigrantes rurales, hacinados en los inmundos arrabales de yurtas que han proliferado alrededor de Ulan Bator.

“Las ventajas de vivir en el campo son la libertad y el aire limpio, mientras que el principal inconveniente es el atraso con respecto a la ciudad en un mundo cada vez más globalizado”, razona el pastor, quien a pesar de todo se plantea llevar a sus hijos a estudiar a la capital para que reciban una buena educación. “Pero alguien debe sacrificarse en cada familia para mantener las tradiciones de Mongolia”, advierte haciendo alusión a su sobrino Ulana. A sus 16 años, estudió hasta cuarto curso, pero luego dejó el colegio para dedicarse a cuidar de los caballos, cabras, ovejas y yaks.

Aquí, los hombres hacen cosas de hombres, como vigilar el rebaño, montar a caballo, cortar troncos de madera, cazar lobos en el bosque, pescar en el río helado y emborracharse con vodka desde por la mañana hasta por la noche. En Mongolia, donde hordas de borrachos como cubas van dando tumbos cada noche, el problema no es sólo el alcoholismo, que también, sino la climatología. Y el vodka se ha revelado como el único remedio eficaz que calienta el cuerpo cuando el mercurio baja de cero.

Calentándose el cuerpo con vodka, Erdene pesca en el río helado de Chuluut.

Por su parte, las mujeres hacen lo que aquí se consideran cosas de mujeres: labores domésticas como cocinar, limpiar, lavar, alimentar a los animales y esquilarlos cuando llega la primavera. Bolor, la joven esposa de Davaadorj, permanece siempre en un segundo plano detrás de su marido. Incluso cuando comen; él en una mesa con su hijo pequeño y ella en uno de los asientos que han quitado de su furgoneta.

En invierno, que es temporada baja, el vaquero se busca la vida comercializando artículos que no se venden por estos lares, como motos de segunda mano que trae en su camioneta desde Ulan Bator. El resto del tiempo lo emplea atendiendo a los animales y cazando a los lobos que se comen el ganado.

Usilbaatar, un criador de caballos, cabalga por delante de su yurta.

Uno de ellos mató la noche anterior a una cabra de Usilbaatar, un criador de caballos que ha ganado 39 medallas en carreras provinciales, y la arrastró hasta el bosque. Sobre la nieve, un rastro de sangre lleva hasta el animal, descuartizado entre las rocas. De inmediato, los hombres del poblado organizan una batida donde no faltan tiradores expertos como Davaadorj ni Dorjderen, un maestro retirado que a sus 65 años aún tiene buena puntería.

Armados con rifles de la Segunda Guerra Mundial y “Kalashnikov”, que abundan por 1,6 millones de tugrik (916 euros) desde que el Ejército Rojo se retiró de Mongolia, los más jóvenes se adentran a caballo en la floresta para ahuyentar a los lobos hacia terreno abierto, donde los esperan los francotiradores.

Los pastores preparan una partida para abatir a los lobos que se comen sus ovejas.

Rapado y de perfil aguileño, Davaadorj permanece agazapado tras unos troncos aguantando las embestidas del viento, que resopla furioso en la cima de una colina. Escondidos en sus madrigueras, el bosque está plagado de lobos que se acercan de noche a las casas, pero los perros los espantan con sus ladridos. En los dos últimos meses, los aldeanos de Chuluut ya han abatido cuatro ejemplares, que luego venden porque con sus restos y órganos se elaboran medicinas tradicionales en China.

“Se trata de mantener el equilibrio del ecosistema”, sostiene Dorjderen, quien conoce a todos los pastores de su paso por el colegio y aún se enorgullece de haber traído la electricidad al pueblo de Chuluut cuando era alcalde en el año 2000.

En el siglo XXI de la globalización, los pastores de Mongolia son los últimos nómadas del mundo.

Al igual que sus paisanos, abomina de la época comunista, cuando había espías de la KGB hasta en las familias, las granjas colectivas tenían que cumplir las cuotas fijadas en los planes quinquenales, no se podía viajar libremente y los altares budistas estaban prohibidos en las yurtas. Hoy, los mongoles intentan adaptarse a la economía de mercado y a los impuestos, que no pagan por la tierra, pero sí por los animales y la madera que cortan para calentarse. “Cada vez que hay elecciones, los políticos prometen exenciones fiscales, pero luego se inventan alguna tasa”, critican los vecinos las peculiaridades de la corrupta democracia del país.

Reunidos en torno al fuego en la cabaña de Davaadorj, brindan con vodka y se beben la vida a grandes sorbos mientras hablan de sus cosas: la cabra que ha parido, la oveja que se ha partido un pata, las truchas que han pescado en el río congelado tras abrir un agujero de un metro y medio en el hielo o la parabólica que se ha estropeado. A 50 grados bajo cero, el frío ya ni siquiera es tema de conversación.

Versión íntegra del reportaje publicado el 5 de febrero de 2012 en ABC bajo el título “Sobrevivir a 50 grados bajo cero”.

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