Pablo M. Díez el 04 abr, 2012 Malos tiempos para mandar una postal en esta era desquiciada de las frías comunicaciones por internet, donde la inmediatez parece estar reñida con la ortografía y la sintaxis. Las fotos que hacen las cámaras digitales, o incluso los móviles, han sustituido a las postales, que ya no se envían por correo desde los buzones, sino a través de email, Facebook, Twitter o demás tonterías varias donde todo el mundo tiene algo que decir y mostrar. Desde que nació mi sobrino Miguel a mediados de julio del año pasado, le vengo enviando una postal de cada lugar que visito. Aunque en este oficio de corresponsal ya no se viaja tanto como antes por las restricciones presupuestarias que nos ha traído la maldita crisis, la criatura se está haciendo con una colección de estampas exóticas para que se anime a ver mundo cuando crezca. No es que Séul sea una ciudad demasiado bonita, pero al menos tiene varios monumentos reconstruidos que dan para una postal. Siguiendo con este ritual, me propuse enviarle una postal desde Seúl con motivo de mi reciente viaje a la Cumbre de Seguridad Nuclear. Y aquí, en la desarrollada y ultratecnológica Corea del Sur – donde los oficinistas enchaquetados ven la tele en el metro desplegando una antenita de sus teléfonos móviles –, me di cuenta de que las postales son una especie en vías de extinción. Dos horas me costó encontrar una. Y eso que me recorrí buena parte de las tiendas del centro, donde tenían todo tipo de accesorios y adornos para móviles y tabletas digitales, pero no una sencilla foto de Seúl. Que si colgantes de colores, que si fundas de “Hello Kitty”, que si cubiertas psicodélicas, pero nada de postales. En medio de una frustración creciente, creí ver el cielo abierto cuando encontré la sede central de Correos. Para mis adentros, me regocijaba pensando en estampas parecidas a las que venden las oficinas postales de Japón, algunas de las cuales tienen hasta diseños “manga” y formas irregulares para que no sean totalmente rectangulares. Pero nada. Casi me caí para atrás del susto cuando vi que las únicas postales que tenían era unos cartones cuadrados sin imagen alguna y con las consabidas rayitas en el reverso para escribir la dirección y pegar el sello. No es que Seúl sea una ciudad muy bonita, la verdad, pero al menos tiene varios monumentos reconstruidos tras la guerra y calles con luces de neón que dan para una postal. En un arrebato de ira antiturística, estuve a punto de mandarle al pobre Miguelín una de estas sosas postales fantasma sin foto, pero luego pensé que quizás sería demasiado cruel – tanto con él como con la ciudad – y decidí probar suerte en algún templo cercano. Ni siquiera allí había postales donde elegir, solo un paquete de doce imágenes a cada cual más fea. Ni siquiera las luces de neón son ya motivo recurrente de las postales en la tecnológica capital de Corea del Sur. Tras convertir la búsqueda de la postal perdida en una cuestión de honor, pedí auxilio en una caseta de información turística. Allí tenían el mismo sobre de doce imágenes a cada cual más fea, pero al menos me indicaron la dirección de una librería donde, según ellos, había miles de postales. Y sí que había miles de postales, pero de cantantes “pop” surcoreanos con sus flequillos imposibles cubriéndoles la cara y de actrices inmaculadas tan bellas como gélidas. Para encontrar fotos de Seúl, tuve que deambular por todo el local y preguntar media docena de veces hasta que encontré al único dependiente que hablaba un poco de inglés. Gracias a sus escuetas señas, “yes sir, straight ahead, right and left”, encontré una pequeña estantería donde, enterradas entre tiernas imágenes de gatitos y ovejitas para niñas cursis, por fin había varias postales de la ciudad. No se vendían por separado, sino en sobres de diez. Ninguna era para tirar cohetes, pero había un par de ellas que no estaban mal, sobre toda una en blanco y negro de una pagoda nevada. ¿Qué hacer? ¿Comprar los dos paquetes para utilizar solo dos postales? En un arrebato, afloró la picaresca española y mezclé las que más me gustaban en un único sobre, que fue el que finalmente compré. Confieso que estuvo mal y no tiene excusa el enfado por las dos horas de caminata, pero así pude enviar las dos postales que me gustaban, sobre todo una en blanco y negro de una pagoda nevada. Precisamente la que todavía no ha llegado a su destino, quizás como castigo por mi mal karma. Pero, al menos, el pequeño Miguel sí ha recibido la suya de Seúl para unirla a su colección. Cuando sea mayor, le contaré la peripecia y le diré que no está bien lo que hice. Otros temas Tags coreacorreosfotosinternetJapónmiguelmonumentosnuevasoficinaspostalsellosseulsobrinosurtecnologiastemplosturismo Comentarios Pablo M. Díez el 04 abr, 2012
Entrevista íntegra a la Nobel de la Paz María Ressa: “Las elecciones de Filipinas son un ejemplo de la desinformación en las redes sociales”