Pablo M. Díez el 04 dic, 2008 Con motivo del séptimo aniversario de la caída del régimen talibán en Afganistán, que se conmemora el 6 de diciembre, reproducimos aquí, con datos actualizados, un reportaje publicado en 2003. Por desgracia, los testimonios tomados entonces sirven para reflejar la situación que se vive en Afganistán en estos momentos, que no sólo no ha mejorado, sino que ha ido a peor Ya han pasado siete años desde que, el 6 de diciembre de 2001, el régimen talibán fue derrocado en Afganistán. Procedentes de los vecinos Pakistán e Irán, donde aún hoy viven 3,5 millones de afganos, miles de refugiados retornan cada día a un país arrasado por casi tres décadas de interminables guerras. En la mayor repatriación de la que se ha encargado la ONU en toda su historia, más de 4,5 millones de personas, tanto exiliados como desplazados internos, han vuelto ya a sus casas desde marzo de 2002 en lo que supone un regreso a ninguna parte. Los afganos hemos tenido mala suerte incluso después de librarnos del régimen talibán. Tras un harapiento pañuelo que le oculta las infecciones que se pudren en su boca, se queja desconsolado el viejo Bashir, quien creía que las cosas iban a ser muy diferentes tras la caída de Kandahar, el último bastión de los integristas islámicos, el 6 de diciembre de 2001. Lo peor es que no fue el único en pensar así. Desde marzo de 2002, en lo que supone la mayor repatriación puesta en marcha por la ONU en su historia, 3,69 millones de personas han vuelto a sus casas procedentes, principalmente, de Pakistán e Irán, donde aún podrían quedar cerca de 3,5 millones de personas a tenor de un informe del Congreso de Estados Unidos. Tras siete años de inestabilidad y con el recrudecimiento de la ofensiva talibán, Afganistán afronta con incertidumbre las arduas tareas de reconstrucción y la vuelta de los exiliados, de los cuales el 40 por ciento opta por volver a marcharse al comprobar la falta de oportunidades en su país. Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), han sido casi 300.000 las personas que, con su ayuda, han vuelto este año de Pakistán e Irán, donde aún quedan 2,5 millones y 900.000 afganos, respectivamente. Con su regreso, ya son más de 3,5 millones los exiliados que se han asentado en Afganistán desde que, en marzo de 2002, arrancó este plan de repatriación. A éstos hay que sumar los 1,1 millones de refugiados que han emprendido el camino a casa por sus propios medios y los 500.000 desplazados internos que jamás llegaron a traspasar las fronteras de su patria durante 23 años de encarnizadas luchas, que comenzaron con la ocupación soviética a finales de los 70. A pesar de que todos ellos han retornado a Afganistán en busca de un futuro mejor, lo único que se han encontrado en este regreso a ninguna parte es que la caída del régimen talibán no ha devuelto la paz ni la estabilidad al país. Sin comida y sin un techo bajo el que resguardarse, los esqueletos de los edificios acribillados por los obuses y las balas se convierten en el único hogar de los refugiados. En una calle cualquiera de Kabul, que ha duplicado su población hasta alcanzar los tres millones de habitantes, centenares de personas viven hacinadas en inmuebles que, derruidos y agujereados por las bombas, emergen fantasmagóricos del fango. Frente a uno de ellos, una multitud de niños se agolpa alborotada, chapoteando sobre el barro, nada más ver una cámara de fotos. Les siguen sus padres y abuelos, deseosos de contar una historia tan dramática y habitual como la de Chah, un miembro de la etnia tayika de 68 años. Junto a otras 58 familias, vivimos en una antigua fábrica de zapatillas destruida por las bombas, señala a sus espaldas un inmueble que apenas se mantiene en pie en el antiguo barrio hazara de la capital. Una zona donde el comandante Ahmed Sha Massud, hoy héroe nacional de Afganistán, casi no dejó piedra sobre piedra en los cruentos combates que libraron entre sí los muyahidin tras expulsar a las tropas rusas a principios de los noventa. Primero huyendo de los señores de la guerra y después de los estudiantes del Corán, tuve que dejar mi trabajo como albañil en Kunduz y marcharme a Mazendaran, en Irán, narra Chah, quien regresó animado por los nuevos aires que se respiraban en Afganistán a principios de 2002. Pero la realidad ha sido bien distinta a sus ilusiones. Tras pagar junto a mi mujer 10 dólares a ACNUR para conseguir el certificado de refugiados, nos embarcaron en la frontera en un desvencijado camión que, repleto de personas y atravesando unas rutas impracticables, nos trajo hasta aquí, recuerda mientras enseña una y otra vez, al igual que las decenas de personas que vociferan junto a él intentado explicar su penosa situación, los papeles de la ONU. Como sus vecinos, Chah protesta porque suponía que nos iban a dar una tarjeta para conseguir comida y una casa pero, cuando el camión llegó a Kabul, nos hicieron bajar a todos en medio de la calle y el vehículo se marchó a toda velocidad. Aunque el flujo de refugiados que regresan a Afganistán ha disminuido desde 2006 debido al empeoramiento de la situación, la situación sigue siendo dramática, sobre todo en la parte oriental del país, que ha acogido el 60 por ciento de los retornos de este año. Por ese motivo, la ONG Intermón Oxfam acaba de alertar de que cinco millones de afganos sufren ya la escasez de alimentos, incluyendo 1,8 millones que se encuentran en riesgo de malnutrición, especialmente niños, mujeres embarazadas, lactantes y ancianos. A la falta de comida se suma, además, el frío, ya que millones de personas se verán expuestas en los próximos meses al severo invierno afgano, que el año pasado provocó numerosas muertes por congelación. Para combatir el frío, los hombres parten cada mañana en busca de tablones de madera con los que encender una hoguera. Una misión casi imposible porque, después de tantos años de guerra, los bombardeos han desmantelado todas las infraestructuras y han arrasado la mayoría de los árboles. En un paisaje en ruinas y donde el color marrón de las casas de adobe y del barro ha sustituido al verde de la vegetación, Kabul es un laberíntico tablero de edificios despanzurrados y calles, sin faroles ni semáforos, plagadas de socavones provocados por los obuses. En este sobrecogedor escenario, alguien que tuvo un poco más de suerte que Chah fue Abdul, otro albañil de 55 años que, con el rostro surcado por las arrugas, aparenta casi el doble de edad. Procedente de Pakistán, la ONU le entregó 100 dólares en 2002 para que pudiera regresar a su país. Ahí acabó su fortuna porque, desde entonces, no sólo no ha percibido ninguna otra ayuda económica, sino que apenas es capaz de encontrar un empleo. La última vez que trabajé me pagaron 50.000 afganis antiguos por pasarme un día entero colocando ladrillos para reconstruir una casa, recuerda apesadumbrado. Con ese dinero, que al cambio se traduce en un mísero euro, pudo comprar madera para hacer fuego en las ruinas que habita y pan y té con el que alimentar durante los cuatro días siguientes a su mujer y sus hijos, así como a otros parientes con los que convive, hacinado, en un inmundo cuartucho. Sobre unos plásticos sucios y unas mantas malolientes, una de sus primas mece a sus dos bebés de pocos meses y los envuelve en ligeros pañuelos que anuda aparatosamente para mantener el calor. Ante la mirada impotente de la mujer, otra niña algo mayor llora mientras, descalza, el frío le cala los huesos. Hundidos en el barro y rodeados de basura, los refugiados se resguardan de las inclemencias con la única protección de unos mugrientos sacos terreros. Mientras tanto, siguen preguntándose dónde están los 4.500 millones de dólares que, en 2002, un grupo de países donantes se comprometió a aportar durante la Conferencia de Tokio para ayudar a reconstruir el país en un plazo de cinco años. Aunque insuficientes, ACNUR también ha gastado cientos de millones de dólares en cubrir las necesidades de los desplazados, que reciben alimentos, medicinas, tiendas de campaña y unos kits de construcción con los que miles de familias podido reconstruir sus hogares. Todo con tal de evitar que las madres, que cargan desde el río cubetas de agua para lavar la ropa y los cacharros de cocina, envíen a sus hijos a mendigar. Si son tan afortunados como el pequeño con quien se cruza Abdul, regresarán a casa sonrientes y con una hogaza de pan en sus manos, donde la suciedad se acumula en capas negras y rugosas. Como siempre, los más vulnerables e indefensos son los niños, que invaden todos los rincones de la desmoronada factoría. Por este motivo, Khalil, Ahmed y Tameen, que no saben leer ni escribir, ya han aprendido lo suficiente como para ganarse la confianza de los soldados estadounidenses que, a fuerza de bombardeos, intentan llevar la paz a su país. How are you, mister?, repiten sin cesar intentando sacarse algunos afganis mientras alzan el pulgar. Como una broma de mal gusto, una desgastada lona azul donde luce el anagrama del Alto Comisionado para los Refugiados (unas manos que dan techo a un exiliado) cuelga a sus espaldas entre los escombros del derruido edificio. Un toldo traído desde los campos de desplazados por alguien que abandonó dichos recintos a la intemperie debido a las gélidas temperaturas. En este éxodo en busca de un edificio con una techumbre bajo la que cobijarse, Saigedullah se pasó varios meses ocupando casas abandonadas de Kabul. Pero cuando sus dueños regresaban del exilio, me obligaban a marcharme, relata antes de confesar que jamás pensé que algo así me pudiera ocurrir. Y es que, hasta hace poco, este relojero de 39 años tenía cinco tiendas, varias casas e incluso tierras en Kamar, un pueblo de la región de Bamiyán, famosa por los Budas preislámicos que los talibanes bombardearon en una de sus últimas aberraciones culturales. Antes de que este brutal movimiento político-religioso tomara el poder, Saigedullah, que profesa la vertiente suní del Islam, lo perdió todo cuando sus adversarios chiíes le arrebataron sus posesiones y tuvo que huir para salvar su vida. Desde entonces, ha vagado errante por todo el país. Por el pasado que arrastra, Saigedullah, que ha contemplado impotente cómo una mina marcaba para toda la vida a su hijo, no es optimista sobre el futuro. La guerra seguirá, sentencia, desengañado, negando con la cabeza. Una amenaza que no le asusta porque, como proclama orgulloso, desde la época de los ingleses hasta la invasión soviética, siempre ha pasado lo mismo. Nos han ocupado, pero no han podido conquistarnos. 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