En 2013 tuve la fortuna de participar, como periodista, en la Ruta Quetzal BBVA. Recorrimos la selva del Darién en Panamá, tras las huellas de Vasco Núñez de Balboa en el quinto centenario del descubrimiento del Océano Pacífico.
Subimos el Pechito Parado, donde el extremeño de Jerez de los Caballeros divisó por vez primera el ahora conocido como Pacífico, esquivamos los zarpazos (a modo de lanzamiento de cocos) de los monos aulladores, navegamos por el río Chucunaque, nos comieron los mosquitos morrongoi, convivimos con los indígenas en un intercambio cultural enriquecedor, atravesamos parte del Canal de Panamá, exhaustos cargamos con mochilas de jóvenes ruteros durante caminatas de 13 horas, compartimos la noche selvática (es el ruido… es el aullido… es el zumbido… es la marabunta) y la fuga a la mañana siguiente. «Que los árboles no os impidan ver el bosque», alguien proclamó.
Pero ante todo, aquellos 15 días experimenté el legado del último Explorador español: el impacto cultural, social, educativo e histórico que la Ruta BBVA supone y supondrá para todos sus jóvenes ruteros. Adolescentes para los cuales la vida cambió y cambiará.
«América y España debe ser siempre una aventura de ida y vuelta», me comentó el Caballero durante una conversación telefónica. Me llamó para agradecerme un mero artículo publicado. Así era él.
Pero no, los agradecidos siempre seremos nosotros. Por su ejemplo, por su legado. Gracias, don Miguel de la Quadra-Salcedo.
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