Julio, el mes oficial de campamentos y estancias lingüísticas de nuestras hijas, nos permite a mi marido y a mí regalarnos cada año una semana de turismo para dos, que ahora estamos disfrutando. Ayer tomábamos algo en el club náutico de nuestro destino vacacional mientras contemplábamos con admiración un fastuoso yate, el más grande de la marina, que estaba amarrado justo delante de nuestra mesa. Viendo cómo, durante todo el tiempo que estuvimos sentados en la terraza, cuatro chicos impecablemente uniformados con camisa blanca y bermudas beige se afanaban en dejar reluciente cada rincón del barco, comentamos sobre las vacaciones de lujo que debían estar teniendo sus propietarios
Y yo, que no soy muy marinera (estar en mitad del agua me da cierta angustia, dentro del barco me mareo, si permanezco en cubierta me abraso y el viento fuerte me molesta) pensé que ya estaba teniendo unas vacaciones de súper-lujo, que consisten en pequeños placeres todos juntos. No poner el despertador. No mirar la agenda cada día. No seguir horarios, porque ni siquiera llevo reloj. No estar pendiente del móvil hasta cuando voy al lavabo. Comer lo que me apetece cuando me apetece, no porque toque hacer la cena. No ponerme tacones, salvo si me da por salir arregladísima a un restaurante fashion. Charlar… o callar. Poder leer de corrido una novela a una hora diferente de las once de la noche, sin que me pesen los párpados ni tener que pasar cuatro veces por el mismo párrafo para enterarme.
Francamente, éste es el verdadero lujo.
sociedad