Termino una intensa semana de trabajo volviendo de Barcelona el viernes por la tarde. El vuelo se ha retrasado y el reloj marca más de las diez cuando cruzo la puerta de “nada que declarar” hacia la salida. Como otras veces me ocurre, de forma inconsciente busco alguna cara conocida entre la gente que apelotonada tras la barandilla espera ansiosa que sus allegados salgan por la puerta.
El cansancio debe de provocar en mí un estado de enajenación transitoria, porque en un momento me imagino que detrás de todos ellos me espera un chico de agencia de viajes, sonriente, sujetando entre las manos un cartel con mi apellido escrito en mayúsculas, que cogerá mi maleta y me conducirá a un hotel paradisiaco con palmeras en la entrada…
Pero en seguida vuelvo a la realidad porque nadie me espera, salvo mi coche en el parking de la terminal, que recojo tras pagar el desorbitado precio que me pide la pantalla del cajero automático. El trayecto hacia casa se me hace eterno y ni siquiera me anima descubrir una enorme luna llena que preside la noche.
Al abrir la puerta me recibe la perra moviendo compulsivamente la cola, saludo en su cuarto a mi hija que me sonríe tras la pantalla de su tableta y beso a mi marido, tirado en el sofá, descansando tras su semana de trabajo (probablemente más dura que la mía).
Respiro profundo y de pronto me siento afortunada: mi casa, mi familia, son el auténtico paraíso de palmeras.
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