A los postres de la reunión navideña, una amiga me enseña orgullosa el móvil que ha heredado de su hija adolescente: está como nuevo y me dice que hace unas fotos maravillosas. El mundo al revés. “Pues si es tan maravilloso ¿por qué no lo sigue utilizando tu hija?” “Ya sabes, a ellos les gusta fardar, como lo llevan al cole y eso…”
Francia acaba de aprobar una ley para prohibir el uso de cualquier dispositivo móvil en los colegios. Se aplicará al inicio del próximo curso escolar en todos los niveles desde primaria, porque hay niños que vienen a clase pertrechados con sus móviles ya a los 7 u 8 años. El ministro de educación quiere reservar su utilización para situaciones de emergencia o para uso pedagógico y evitar a toda costa la proliferación de teléfonos en el patio del colegio, lo que no favorece precisamente las relaciones sociales entre los alumnos ni la práctica de juegos o deportes (tan importantes en la infancia). Además, con esta medida pretende reducir las situaciones de acoso, suprimiendo dentro de los recintos escolares las constantes fotografías y videos que son expandidos inmediatamente por las redes sociales.
Algunos reglamentos internos de los colegios en España restringen el uso de dispositivos móviles, pero con escaso éxito. Con o sin ley detrás, la prohibición es difícil de aplicar, salvo con un guardia jurado y un escáner que, como en los aeropuertos, revisen a la entrada del cole las mochilas y la ropa de los niños para confiscar cualquier aparato ilegal.
Hace poco sostuve el bolso de una compañera de trabajo para que pudiera ponerse el abrigo mientras caminábamos hacia el ascensor y me sorprendió el inusual peso. “Pero ¿qué llevas aquí dentro, te has traído la plancha por si te ataca un desaprensivo por la calle?” Ella rápidamente atendió mi curiosidad: lo que carga todos los días a la oficina es el módem, para que sus niños no puedan tener internet ni wifi en casa cuando no está presente. “Suprimida la red, suprimido el problema” sentencia con una sonrisa, y bajamos a comer.
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