Aprovechando que el miércoles fue domingo en Madrid, fui dando un paseo desde mi casa al museo del Prado, cuatro kilómetros de ida, con parada en Velázquez y Tiziano y luego marcha atrás, sin graves consecuencias, cuatro kilómetros y pico hasta mi casa de nuevo. La primera ruta la hice bajando Princesa, cruzando la Gran VÃa. Qué fea está la Gran VÃa, con las tripas para fuera, con lo feÃta que es habitualmente y mira que ahora está más fea. Su modesta megalomanÃa nos recuerda que Madrid es provinciana, que la Gran VÃa es un Chicago de segunda, que mientras Europa florecÃa Madrid era una cosa pobretona y catetilla.
El Museo del Prado es algo tan increÃble que me hace querer ser coreano y visitarlo por primera vez.
Ya de vuelta, decido cambiar mi ruta. Quedaba en el recuerdo el desvÃo que me plantó frente al Congreso de los Diputados, Partenón de llaverito. Dicen los enterados que en una chapucilla se tapó el techo gruyere que nos legó Tejero. Pura justicia poética: desde el 78 somos democracia y cemento. Yo mientras tanto a lo mÃo, bajando por el Paseo del Prado, distraÃdo, pensando en tal o en cual, recreándome en la celulitis de las gordas de Rubens. La verdad es que Madrid, comparada con Sevilla o Barcelona, parece un cúmulo de medianÃas mal juntadas, con aires de grandeza pero de presupuesto torpe.
Adivinando ya las torres de Colón, me paré quieto. En ese mismo punto, pero de madrugada; el sol naranja empezando a despuntar, caminando junto a la chica que me volvÃa loco por entonces, la Biblioteca Nacional como un monstruo magnÃfico enjaulado en su valla. Los dos solos frente al edificio oxidado, también feo, con su extraño aire de buque extraterrestre. Silencio. Las obras completas de Salinas peleándose en mi boca. La bandera de España tiesa, gigantesca, y mis manos de borracho frÃo en los bolsillos, no sobre las suyas.
La verdad es que amo Madrid. Es más, me flipa Madrid. Soy tan madrileño como la lÃnea seis del metro. Como Tierno Galván o los abdominales de Cristiano. Como Paco Umbral: estarÃa todo el dÃa persiguiendo señoritas y poniendo mala cara, apurando las pelas y bebiendo cafés aguados mientras me fundo, como leyenda local, en el nervio alegre de Madrid. Y cuando el cuerpo no diera pa más, al hoyo: homenaje austero y una calle en Majadahonda.
Vida