Noventa años después de la generación de plata, Lorca sigue tan vivo y tan presente como si nunca hubiera muerto, arrancado como fue de nuestro mundo, privándonos a los demás de su talento inabarcable y a él del resto de su existencia. Ahora que vivimos –como siempre– una nueva crisis de identidad nacional, creo necesario reivindicar la figura del genio granadino como espejo de los vicios y especialmente de las virtudes del país.
Lorca fue un hombre vanguardista, un poeta del futuro que encontró en la tradición el sustento de su obra. Esto le generó un conflicto desagradable: se le llamó poeta gitano, poeta de raza, como si sus versos brotaran de una espontaneidad misteriosa e insondable. La nomenclatura le dolió profundamente: detrás de cada verso había horas de trabajo en busca de la pureza. No hay nada más triste que quitarle un padre a la genialidad, hija a partes iguales del talento y el esfuerzo.
Esta jaula del mito español sentimentalista, tan sobeteada desde fuera, nos afecta también hoy día. La España negra, inquisitorial, de romances y sotanas, todavía sigue viva en el imaginario extranjero, como si entre paella y paella fuéramos a instaurar una dictadura o matarnos entre nosotros. Los estereotipos suelen ser, hasta cierto punto, medio ciertos, pero vivimos en el siglo XXI y las fronteras identitarias cada vez están más difuminadas: cómo se explica sino que, tanto a Estados Unidos como a Reino Unido, les hayan salido sarpullidos populistas y bananeros sobre un cutis tan democráticamente terso.
Lorca fue un adelantado a su tiempo, y también por ello pagó las consecuencias. Era vanguardista, homosexual, sensible y genial. Dalí le describió como el ser más apolítico que jamás había conocido. Quizá ese fue su mayor pecado, no vendarse los ojos y lanzarse a odiar a los vecinos. Creo que España se parece mucho más a Lorca que a sus asesinos. Que la leyenda negra e irreconciliable no es cierta, y que si sigue viva es únicamente por la ceguera selectiva de quién la usa para avivar sus fuegos útiles. Que si Federico nos viese ahora, se emocionaría y henchiría su pecho granaíno para decir: ¡olé! Y esa interjección sonaría moderna, libre y en sintonía con el mundo.
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