Al tratar de contactar con Will Oldham (Louisville, Kentucky, 1970) me lo dejaron bien claro: si quería entrevistarle a él, tendría que entrevistar también a un miembro de Bitchin Bajas —el grupo con el que publicó «Epic Jammers and Fortunate Little Ditties» el año pasado y con el que estará tocando en Valencia (16 de julio), Barcelona (17), Madrid (18), Bilbao (19) y Oviedo (20)— y solo podría preguntarle sobre este proyecto. «Yo sólo quiero hacer mi música, poder escucharla y que otros la escuchen», aseguraba el músico en el libro de Alan Licht «Bonnie ‘Prince’ Billy por Will Oldham» (Contra, 2011), en donde también se preguntaba y reconocía cosas como: «No quiero hacer entrevistas porque casi siempre me parecen un error tremendo, no son más que una pérdida de tiempo» o «¿por qué dar conciertos cuando solo quiero que la gente oiga mis discos?».
Ni entrevistas, ni giras, ni trucos promocionales… Oldham siempre se comportó como una avestruz con la cabeza metida bajo la arena, para desesperación de Dan Koretzky, el capo de Drag City, que, a principios de los 90, se quedó fascinado por la particular voz de este trovador difícil de etiquetar, que se mueve entre el folk, el rock, el country, el pop, el bluegrass y la música étnica. «Y lo que nunca he hecho es leer las críticas que hacen de mis discos, porque no hay nada que yo pueda hacer con ellas al respecto de lo que dicen», comenta por teléfono desde Kentucky, cinco horas antes de coger un avión a París, para comenzar su gira europea junto a Bitchin Bajas. «Ahora, cuando puedo, por lo menos leo algunas de las entrevista que hago, porque me ayuda a hacerlas mejor en el futuro y, sobre todo, me ayuda a entender qué es lo que percibe la gente, por ejemplo, en España, de los proyectos en los que estoy involucrado», subraya. En todo el país, por cierto, solo ha hecho tres, incluida la de este blog, para anunciar sus cinco conciertos en cinco ciudades diferentes.
Siempre ha sido así, escurridizo y evasivo con todo lo que tuviera que ver con la promoción de su propia obra, haciendo el esfuerzo justo para cada uno de los 24 discos, 32 epés, 68 sencillos y siete álbumes en directo que ha publicado en veinticinco años de carrera. No está mal, teniendo en cuenta que no quería dedicarse a la música. De hecho, no cedió hasta que los miembros de Slint (que incluso intentaron ficharle para la banda) y otros amigos de la escena de Louisville insistieron en que tenía que grabar sus canciones. ¿Se imaginan a Oldham en Slint? ¿Cómo hubiera sonado el increíble «Spiderland» (1991) si este se hubiera ocupado de algo más que de la foto de la portada?
Cuando finalmente aceptó, Will Oldham hizo todo lo posible por despistar a su potencial audiencia, como si no quisiera vender discos ni darse a conocer. Por eso no se incluía como compositor de sus canciones, daba la menor información posible en los libretos, se negaba —y se niega— a participar en festivales o cambiaba de nombre a cada nuevo trabajo que publicaba: Palace Flophouse, Palace Brother, Palace Music, Palace Songs o sencillamente Palace, hasta que, en 1997, se rebautizó como Bonnie «Prince» Billy, la denominación que ha utilizado desde entonces.
Así ha continuado hasta hoy, manteniendo un perfil comercial bajo, pero acumulando una legión de seguidores infinitamente mayor de la que podría desprenderse por el tamaño de las salas en las que actúa. Y eso que algunos de estos son tan ilustres como PJ Harvey y Nick Cave, que le citan como una de sus principales influencias. O Björk, que incluyó en «Vespertine» (2001) una canción que hablaba sobre él: «Harm of Will». E, incluso, Johnny Cash, que grabó una versión de «I See a Darkness» [escucha aquí la original] para uno de sus discos y le pidió que, por favor, hiciera los coros. «Fue bastante más emocionante de lo que había imaginado, porque mientras cantábamos el tema, él me miraba como si yo fuera una autoridad», contaba Oldham sobre esta experiencia, que se suma a la larga lista de discos que ha grabado junto a otros nombres como Matt Sweeney, Tortoise, Dawn McCarthy, The Cairo Gang, Trembling Bells y Dawn McCarthy.
El grabado junto a Bitchin Bajas el año pasado, «Epic Jammers and Fortunate Little Ditties», causa mayor de esta entrevista y excusa para esta nueva gira por España, es la última colaboración de este trovador escurridizo. Conoció al trío de Chicago a través de Koretzky. Oldham recuerda haber visto a su líder, Cooper Crain, años antes en directo con su otra banda, Cave. «Pero la primera vez que vi a Bitchin Bajas en concierto fue directamente cuando actuamos por primera vez juntos en Iowa. Había escuchado mucho sus discos, pero aquella primera colaboración en directo me dio una visión mucho más profunda de su música y de su temeraria metodología de trabajo, que usan para presentar una música tan bella y colaborativa, como abstracta», explica Oldham sobre esa especie de ambient cálido, psicodélico, melódico y minimalista del trío formado también por Dan Quinlivan y Rob Frye, en el que introducen flautas, saxos, xilófonos y pequeños instrumentos de viento.
Lo que nunca quisieron, según cuenta Crain en una llamada de teléfono desde su casa de Chicago, es un cantante. «Por eso este es un buen ejemplo de colaboración —afirma el guitarrista— , porque Will Oldham se ha unido a nuestro mundo, lanzándose por caminos que nunca hubiera cogido en sus discos, como es la improvisación, mientras que nosotros tomamos rumbos que jamás hubiéramos elegido solos, como es el hecho de incorporar una voz a nuestra música».
Quedaron tan contentos con aquella primera actuación, que decidieron dar algunos conciertos más esa misma semana, «durante el frío y profundo invierno, en el interior de Estados Unidos», maquilla Oldham, en una de sus titubeantes respuestas, donde no me queda claro si quiere mostrarse poético o, simplemente, es tímido. Y poco después, de una manera tan espontánea como lo son sus actuaciones conjuntas, surgió la idea del álbum: «Lo grabamos en solo dos días y fue algo mágico. Simplemente entramos en una habitación donde nos encontramos con un equipo de grabación. Cooper preguntó si funcionaba. “Creo que sí”, le dije. Y pocos minutos después nos pusimos a grabar, sentados en círculo, como si se tratara de uno de esos discos de jazz antiguos en los que se improvisa alrededor de un concepto», añade el cantante de Louisville, que cuenta cómo se adaptó al proyecto improvisando las letras que iba a cantar.
Para ellos echó mano de las galletas de la fortuna que se reparten en los restaurantes chinos. «Llevaba coleccionando los mensajes que hay dentro de estas desde los 16 años —confiesa Oldham—. Tenía cientos de ellos, así que los extendí sobre el suelo y los organicé teniendo en cuenta su tema o el color del papel, sin más. Y a partir de ahí escribí las letras. Fue todo muy libre y abierto. Y hubo sorpresas, claro, pero eso fue parte de lo maravilloso del proceso».
El de Louisville advierte que lo que han intentado en los pocos conciertos que han dado hasta el momento es trasladar toda esa magia al espectador: «Lo mejor para nosotros es cuando el público viene sin ninguna expectativa, porque nosotros tampoco la tenemos cuando tocamos ni sabemos lo que va a pasar. Si la gente fuera a nuestros conciertos sabiendo lo que iba a ocurrir, estaríamos muy desilusionados. Solo sabemos que vamos a tocar ciertas piezas. Anotamos unas ocho o nueve, pero al final acabamos tocando 10 o 11, porque creamos dos en el momento durante el show», cuenta Will Oldham, que apunta después a modo de instrucciones finales: «En nuestros conciertos siempre hay momentos en los que nosotros mismos no sorprendemos diciendo: “Oh, esto no lo había hecho antes, nunca había visto algo así”. Es la parte emocionante de este show, que la gente y nosotros mismos escuchemos cosas que no habían oído antes».
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