Solo hizo falta ver a Beth Gibbons aparecer sobre el escenario, agarrarse al micrófono como si fuera a desplomarse en cualquier momento y sonar los primeros compases de «Silence», para que los presentes ayer en el Palacio de los Deportes se dejaran absorber de inmediato por la atmosfera inquietante de Portishead, la banda que puso en el mapa del universo musical (junto a Tricky y Massive Attack) la etiqueta del trip hop.
La «P» gigantesca temblando sobre el escenario fue como la anunciación. La emoción que implicaba verlos por primera vez en Madrid, tras 20 años de carrera, fue tan intensa como la agradable angustia y el dolor que produce escuchar la música del trío de Bristol (que completan el productor y multi-instrumentista Geoff Barrow y el guitarrista Adrian Utley). Siguieron con «Nylon Smile», del último disco publicado hasta la fecha («Third», 2008), antes de cayera el primer clásico, «Mysterons», con ese característico redoble de batería que te sumerge es una especie de sueño narcótico, sobre el que vuela la siempre dulce y frágil voz de Gibbons.
Una cosa está clara: en sus conciertos, la prisa mata. Una máxima que se ha convertido en la regla principal de su carrera. Porque, después de «Dummy» (1994) y «Portishead» (1997), el trío de Bristol podría haber publicado todos los discos que le hubiera dado la gana y vendido millones de copias en todo el mundo, pero prefirieron regirse por su propia medida de tiempo, muy parecida a la dulce cadencia de su música. Tres discos en 20 años y un repertorio sin muchos cambios que repasaron ayer con himnos como «Sour Times», la minimalista y preciosa «Wandering stars», «Over» o la sobrecogedora «Glory Box», con todo el auditorio gritándole al techo eso de «dame una razón para amarte». Porque Portishead es una destiladora de dolor, con la delicadeza y sensibilidad suficiente como para dejar al auditorio coger aire de vez en cuando con piezas tan luminosas como «The Rip», una suerte de paréntesis melancólico que levantó a los más de 5.000 asistentes.
Beth Gibbons acabó partiéndose en dos con «Roads», tan frágil como siempre, y ahogando literalmente al público con el primitivo ritmo de «We Carry on», en una suerte de «rave» apocalíptica final. Una hora y media justa de un concierto que no necesitó ser histórico para convertirse en memorable. Una actuación que sonó tanto a pasado, como a presente y futuro… y que llevaba sucediéndose en el subconsciente de los presentes desde hace dos décadas. Dulces sueños.
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