Siéntense y alucine con esta historia de tanto como lo hice yo cuando la escuché por primera vez. Su protagonista, Pat Martino, que era considerado ya como uno de los guitarristas más grandes de la historia del jazz cuando, a los 36 años, comenzó a sentir fuertes dolores de cabeza que apenas le dejaban moverse.
Tras las pruebas pertinentes, en 1980, los médicos le diagnosticaron un aneurisma cerebral severo que, si no operaban de inmediato, podría acabar con su vida. La intervención era complicada, pero no había alternativa. Al acabar la operación, los especialistas le comunicaron a su esposa dos noticias: una buena y otra mala. La buena era que Martino había sobrevivido y se encontraba bien. La mala, que no recordaba absolutamente nada de su vida anterior.
Aquel percance había borrado de un plumazo todos los recuerdos de su intensa vida. Un total de 36 años llenos de experiencias musicales al alcance de unos pocos privilegiados. Tras salir del quirófano no recordaba que había nacido en Filadelfia en 1944, el mismo día que las tropas Aliadas liberaban París. Tampoco se acordaba del inicio de su carrera como guitarrista profesional, con solo 15 años y gracias a un talento desbordante. Ni su incursión en las formaciones lideradas por saxofonistas como Willis Jackson, Red Holloway o Red Holloway, u organistas como Jimmy McGriff, Don Patterson, Jimmy Smith, Jack McDuff o Richard Groove Holmes. Ni que había girado con el gran John Handy, en 1966, con 22 años. Tampoco que a esa misma edad había comenzado a liderar sus propios grupos en sesiones para Prestige, Muse y Warner Bros. Ni había rastro en su cabecita del interés que había mostrado por la vanguardia jazzística, el rock, el pop y las músicas del mundo, las cuales había incorporado a su estilo hard bop, convirtiéndole en uno de los más grandes.
Toda esta vida desapareció entera de un golpe en tan solo unas horas de intervención quirúrgica. Apenas reconocía a sus padres, ni a él mismo, ni su carrera como músico. Y por encima de todo, había olvidado como se tocaba cada uno de los acordes que había aprendido, perdiendo por completo sus habilidades como guitarrista. No sabía ni lo que era un do. «No reconocía a mis padres, no tenía memoria ni de mi guitarra ni de mi carrera musical. Me encontraba vacío, desnudo, muerto», contaba años después.
Al principio sus padres le enseñaban las carátulas de sus discos y no reconocía ninguna. Después se puso a escuchar los discos que había grabado ese tipo al que no conocía de nada, contrariado y triste. Sin embargo, no se vino abajo y luchó contra su memoria perdida, tomando una decisión que le devolvería a la vida, a su anterior vida: convertirse otra vez en sí mismo, en su mejor imitador, en una especie de él reencarnado.
Pat Martino nos trae a la memoria a Django Reinhardt, que reaprendió a tocar la guitarra con los dos únicos dedos que le quedaron cuando se quemó el carromato en el que vivía cuando tenía 18 años. Para ello, Martino utilizó otro camino, el de sus propios discos, que se ponía una y otra vez tratando de sacar los acordes poco a poco, aprendiéndolos de nuevo como si fuera aquel niño al que sus padres le habían regalado una guitarra. Y así fue desenterrando su genio, que ya no era tan precoz.
Aquella batalla le llevó unos cuantos años. En 1984, comenzó a realizar con mayor intensidad largas e intensas sesiones de estudio escuchando aquellas históricas grabaciones y volvió a aprender a tocar su instrumento. Sus viejos discos se convirtieron en «viejos amigos que le ayudaron a recuperar la belleza y la honestidad de su música», dijo.
En 1987, tras años alejado de los estudios de grabación, sacó «The Return» (El Regreso). El nombre lo dice todo. Martino consiguió recuperar la forma, grabando de nuevo para Muse, Evidence y, finalmente, para el mítico sello Blue Note. Y volvió a ser uno de los mejores.
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