Los que siguen, aunque sea a distancia, la política nacional saben que la Generalitat de Cataluña acaba de desafiar al Tribunal Constitucional, el cual, al admitir a trámite los recursos del Gobierno de la Nación, ha suspendido automáticamente el proceso que conduce al ilegal ejercicio del inexistente derecho a decidir del pueblo catalán sobre cuestiones que afectan al conjunto del pueblo español.
Forzado o no –eso importa poco- por el bloque soberanista, lo cierto es que Artur Mas, sin atenerse a la suspensión, ha firmado la resolución –un acto con trascendencia jurídica- que crea la Junta Electoral para el suspendido referéndum del 9 de noviembre. Y lo que es peor, ha anunciado que ha decidido seguir con proceso que conduce a él.
Llegados al punto en que están las cosas, el Gobierno tiene que optar entre hacer que se aplique la ley o seguir durante algún tiempo ulterior tratando de evitar por las buenas lo que en lenguaje coloquial se llama “choque de trenes”. La decisión no es fácil, pero si se analizan detenidamente las cosas y con la insuficiente información que tenemos los ciudadanos del montón parece que se abren las dos siguientes opciones.
Habrá quien diga que es mejor “templar gaitas” porque la puesta en marcha de la aplicación de la ley puede convertir a Artur Mas en un héroe o un mártir, que es lo que están buscando los independentistas, los cuales añadirían a su habitual victimismo la afrenta de someter a su líder a la aplicación de la ley por motivos políticos.
Y habrá quienes sostengan que si todos somos iguales ante la ley, nada ni nadie puede escapar a su aplicación sobre todo cuando conlleva un desafío de tal envergadura como es desobedecer al Tribunal Constitucional, genuino guardián de la Constitución.
Cada uno de los lectores tendrá su propia valoración pero la mía es la siguiente. La política de “templar gaitas” y evitar el “choque de trenes” para no crear mártires de la causa me parece más una excusa de encogidos y timoratos que una decisión correctamente fundamentada. Por lo que he ido percibiendo de los sentimientos de los independentistas ellos ya están en el “choque de trenes” y serán muy pocos más los que puedan sumarse a su causa si se aplica la ley a su líder político. La minoría activa del soberanismo catalanista ya está encendida y echar un poco más de leña al fuego puede avivar las llamas, pero el incendio, sea cual sea su extensión, será apagado por los órganos del Estado.
Por el contrario, aplicar la ley cuando se ha cometido un delito flagrante, conociendo perfectamente sus consecuencias, es hacer evidente ante el pueblo la ejemplaridad en la debida aplicación de la ley. La gran mayoría silenciosa, que confía en las instituciones y que acata respetuosamente los pilares en que descansa el Estado de Derecho cristalizado en nuestra Constitución, verá reconfortada que la ley se aplica a todos los que la incumplen, incluidos los que intentan amparase con el supuesto el escudo de la política.
El Gobierno de la Nación ha sido llevado por el soberanismo catalán a una encrucijada. Si opta por la política de “templar gaitas”, dudo que se lo agradezcan incluso los separatistas. Pero si elige la estricta aplicación de la ley no solo habrá entrado en el reconfortante camino de la ejemplaridad, sino que habrá mostrado a la generalidad de los ciudadanos que la política, cualquier política, no puede ser una disculpa para incumplir la ley. Los políticos tienen en sus manos cambiar la ley, pero mientras no la cambien son los primeros que deben dar ejemplo en acatarla y cumplirla.
Aunque se corra el riesgo de elevar a la condición de “mártir” entre sus ya fanáticos partidarios a quien voluntariamente desafía al Estado incumpliendo la Constitución, es preferible siempre dar ejemplo a toda la ciudadanía del inmenso valor que tiene cumplir la Ley de Leyes como compendio de las reglas de juego que hacen posible nuestra convivencia pacífica.
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