Hace algunos días la Secretaria de Estado de Universidades, Montserrat Gomendio, afirmó que el sistema universitario español “no es sostenible”, y que habrá que iniciar en algún momento el debate sobre qué tipo de sistema queremos. Estoy de acuerdo con ella en ambas afirmaciones.
Con el fin de contribuir modestamente a esta discusión permítanme que escriba unas líneas sobre cómo veo hoy el profesorado universitario del que formo parte desde hace 45 años.
Sé que no voy a cosechar aplausos si digo que en las universidades públicas españolas hay demasiados profesores y no todos llegan al nivel mínimo de calidad exigible. El verdadero profesor universitario tiene que combinar, en distinta medida, dos grandes actividades: la labor investigadora y la función docente. De ambas, la más visible, socialmente hablando, es la actividad docente. Sin embargo, la primera tiene un peso decisivo en el buen profesor universitario.
Sin labor investigadora previa, el profesor no pasa de ser un mero descriptor de la materia. Cosa que actualmente es sensiblemente más fácil cuando las clases teóricas se imparten con la ayuda de las modernas técnicas de visualización de esquemas, como es el power point.
La preparación de la clase desde una óptica puramente descriptiva y que no se base en una actitud interrogativa previa del docente es una tarea muy empobrecedora de la función de enseñar. Dicho con más claridad: para enseñar hay que saber y se empieza a saber cuándo se profundiza durante años en una materia con espíritu crítico e interrogativo. Pero no basta con investigar y saber, hay que tener aptitud para transmitir los conocimientos o –en otros términos- tener capacidad docente. Y ésta cualidad tampoco la posee una buena parte de los que imparten clases en la aulas.
Pues bien, en la Universidad española de nuestros días hay muchos profesores que no investigan, que no pasen de la mera descripción y divulgación del conocimiento. Y por si esto no fuera suficiente, no son pocos los profesores que simplemente no saben enseñar: carecen de la virtud de la claridad y son incapaces de hacer llegar su pensamiento a los alumnos. Creo sinceramente que los profesores que carezcan de una de estas dos cualidades sobran: no tienen sitio en una institución que tiene como misión generar el saber y transmitirlo, no una cosa o la otra, sino las dos a la vez y en igual medida.
Si, como ha apuntado la Secretaria de Estado, la financiación de la universidad pública debe estar en función, no del número de alumnos, sino del nivel de excelencia del profesorado tanto respecto de la calidad docente como en atención a la obtención de resultados científicos, parece llegada la hora de exigir que se examine con lupa al profesorado existente, que se deje solo a los más competentes en el doble ámbito de la docencia y la investigación ,y que cara al futuro se establezca un sistema exigente de selección en el que no se obtengan los puestos por el criterio caritativo de “ocupar” un puesto durante muchos años, sino por superar pruebas objetivas y exigentes de docencia e investigación. Y es que si con alguien hay que ser riguroso es con los generadores y transmisores del saber. Si falla el profesorado, será casi imposible que no lo haga también un número importante del alumnado.
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