En alguna ocasión ya he escrito que pertenezco a una generación que se hizo adulta sintiendo que carecía de libertad. Por eso, durante una explosión cívica de su malestar, el conocido como mayo del 68, hizo suyo numerosos eslóganes entre los que destacaba “prohibido prohibir”.
Desde aquellos tiempos hasta hace bien poco logramos construir una sociedad en la que más bien se caminó hacia la libertad y la tolerancia, no solo despenalizando conductas hasta entonces delictivas (el adulterio, el aborto parcialmente), sino abriendo espacios de plena normalidad a minorías que llegaron a estar perseguidas (colectivos de homosexuales y transexuales). Es verdad que también nos dotamos de reglas que contenían algunas prohibiciones, pero, por lo general, esas restricciones representaban claramente el sentir de la gran mayoría de la sociedad democrática (limitación de la velocidad en las carreteras, prohibición de suministrar bebidas alcohólicas a los menores de 18 años, por ejemplo).
Sin embargo, desde que, a partir del 15 de mayo de 2011, los movimientos asamblearios se fueron convirtiendo en partidos políticos, y tras las correspondientes elecciones municipales y autonómicas tocaron una cuota de poder suficiente para elaborar reglas ciudadanas, se dedicaron a imponernos a la mayoría su minoritaria manera de concebir la convivencia colectiva.
Lo empezamos a ver cuando tuvieron la posibilidad de prohibir ciertos espectáculos del agrado de una parte importante de la ciudadanía por su minoritaria manera de entender el maltrato animal. Y lo acabamos de comprobar palmariamente en el recién transcurrido tiempo navideño. Allí donde han tenido la más mínima posibilidad, empezaron por dificultar el montaje de los tradicionales belenes, tan fuertemente arraigados en algunos parajes de España. Siguieron, dificultando y, en todo caso, desnaturalizando lo máximo posible, las cabalgatas de reyes, y qué se sepa no han llegado a prohibir el tradicional roscón de reyes, aunque seguramente habrán tenido tentaciones de cambiarle el nombre –y perdóneseme la broma en un tema tan serio- como “roscón republicano”.
La mayoría de la sociedad viene siendo muy respetuosa con movimientos minoritarios que celebran por todo lo alto un día en el que hacen público con orgullo su diversidad. Y lo hacen como quieren, disfrazándose y paseando en carrozas sin ningún tipo de cortapisas, sin sufrir desnaturalización o recorte alguno en su libertad.
Pues bien, no voy a discutir si la población española es o se siente mayormente católica, pero aun suponiendo que no fuera así, ¿no tiene derecho esa gran parte de ciudadanos a que se sigan respetando como hasta ahora íntegramente las creencias que expone y exhibe con orgullo a la generalidad de la ciudadanía? Me parece que esto no admite discusión.
El camino hacia la libertad solo tiene una dirección y es eliminar las prohibiciones irracionales que aún persistan. Lo que no es admisible es que se prohíban actos más o menos entroncados con el sentir general y que, en cambio, se fomenten y subvencionen festejos de una parte muy minoritaria de la ciudadanía. Y es que como ciudadano amante de la libertad estoy a favor de defenderla en todo caso, en lugar de limitarla discriminatoriamente con respecto a los que no coincidan con el sentir de esas minorías que alcanzaron el poder pactando con otras formaciones.
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