El 10 de agosto de 1802, Ramond de Carbonnières (1755-1827) coronó el Monte Perdido (3.355 metros), el imponente vértice de los cuatro valles del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido. A este geólogo, político y botánico francés se le considera el primer hombre en pisar esa cumbre. Seguramente, no sea del todo cierto. De hecho, parece que los guías de su expedición lo lograron tres días antes. Sin embargo, el orden de llegada no resta méritos a uno de los primeros exploradores de las altas montañas pirenaicas. En aquella época, poco después de la Revolución Francesa, el ascenso al Perdido se antojaba casi tan improbable como un viaje a la Luna. De Carbonnières relató luego las dificultades para andar en las pendientes con desprendimientos, riesgos de caídas y acantilados de varios centenares de metros. Utilizó técnicas y medios rudimentarios, bastones de hierro y cuerdas de cáñamo, vestido con traje de calle. Una de las Tres Sorores del macizo de Monte Perdido se bautizó en su honor como Soum de Ramond.
Los franceses siempre amaron los Pirineos. Para muchos fue un destino balneario (del Grand Hotel de Font-Romeu se decía que era «un trasatlántico en los pinos»), pero para unos pocos se convirtió en la gran misión de sus vidas. Entre otros, para el escritor, fotógrafo y explorador Lucien Briet (1860-1921), cuya insistencia en la necesidad de proteger la zona fue clave en la creación del Parque Nacional, que este año celebra su centenario. Las expediciones de Briet solían partir de Gèdre para llegar a Gavarnie, y desde allí al col de Boucharo, a Bujaruelo y Torla. Una mula transportaba su pesado equipo fotográfico. A partir de 1904 utilizó guías aragoneses para explorar la región, de Torla a Barbastro o el río Cinca. De vuelta a casa, en Charly-sur-Marne, ponía en orden sus notas y las imágenes. Así nació Bellezas del Alto Aragón, su libro más conocido.
En 1898, Henri Béraldi -bibliófilo y escritor- empleó por primera vez el término «pirineísmo» para definir la pasión y el esfuerzo de aquellos héroes de las montañas. Figuraba en su obra Cien años en los Pirineos, y ya nunca se perdió en la memoria. A siete de esos hombres (Henry Russell, Alphonse Lequeutre, Paul Edouard Wallon, Franz Schrader, Maurice Gourdon, Aymar de Saint-Saud y Ferdinand Prudent) les llamó la Pléyade de los Pirineos, en referencia al mito de las siete hijas del gigante Atlas. Eran «ovnis» en el «planeta» inexplorado de estas cumbres. Más de un siglo después, en el centenario del parque, hay que buscar un día laborable para encontrar semivacío el aparcamiento de Torla. Allí empieza la senda que serpentea junto al río Arazas camino del bosque de hayas, de las Gradas de Soaso y, al cabo, de la Cola de Caballo, la cascada que brinca a los pies del Monte Perdido. Hasta aquí son cuatro horas de caminata, más otras tres de vuelta. La escalada al refugio de Góriz y a la cumbre que holló De Carbonnières es otra lucha. De gigantes.
Foto: Monte Perdido, visto desde la ruta que llega a Cola de Caballo.
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