La terminología que designa las áreas comerciales está basada en buena medida en tamaños y periodicidades y resulta curiosa. El lugar se llama mercadillo si se instala en días determinados, mercado si es un sitio público permanente, supermercado o súper si se paga a la salida y en modo de autoservicio, e hipermercado o híper si se trata de uno de los más grandes. Utilizo el apócope híper. Voy allí a hacer la compra, pero también a socializarme y a ver hombres con camisa de manga corta. Como ni tengo televisor ni voy al fútbol, empiezo a encontrarme un poco aislado y siento que necesito aprender algo más sobre mis conciudadanos. Sé que treinta y dos de cada cien quieren ser funcionarios e intuyo que los sesenta y ocho restantes pretenden prejubilarse. En cuanto a los habitantes de mi ciudad, la definición de madrileño podría ser: “ciudadano capaz de pasar por encima de un guardarraíl antes que saltarse su desvío de la M30”. Nunca nos parece demasiado tarde para tomar la salida porque para eso es la nuestra. Lo que hago es precisamente recorrer la circunvalación de la capital hasta que encuentro la desviación adecuada. También voy adecuadamente ataviado para la ocasión. Zapatos negros Mortinelli de rejilla, especialmente diseñados para calcetín blanco. Chándal rojo de cuatro rayas combinado con riñonera de plástico de ley de tres cremalleras. Corbata de paramecios dorados sobre lecho marrón, por supuesto comprada en Lidl y rematada con alfiler también dorado.
Llego y el torno del aparcamiento me ofrece un tique, pero la ranura está muy lejos de mi ventanilla. El hombre ha ido a la Luna y ha inventado la supercomputadora Deep Blue, pero no ha construido una máquina de aparcamiento a la que se pueda llegar con la mano. Alcanzo el resguardo con unas tijeras metálicas para voltear las croquetas en la sartén, largas y con pinzas planas, que siempre llevo en la guantera al efecto. Decenas de personas se afanan por estacionar en el primer sótano, operación que requiere más de veinte minutos porque éste siempre está lleno. Los que no quieren esperar bajan hasta el tercero y aparcan sin problemas en las plazas sobrantes.
Me enfrento a la elección de carrito pensando que habría que reformular el evangelio de Mateo: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que encontrar un solo carro de la compra que no esté lleno de mierda”. La idea española no es tirarla a la basura, sino echarla en el siguiente carro para que se tope con ella el siguiente cliente. La porquería viene de serie, como el ABS en los coches. En el fondo de todos los carritos hay un lecho formado por restos de cáscaras de fruta, guantes de plástico y folletos arrugados de la pescadería.
Las tiendas del hipermercado son el paraíso del imperativo invertido. No se dice deme sino me dé: “Me dé mitad de cuarto de gambas”. También se estila la orden “me dé cuarto y mitad de…” que desde niño me pareció complicadísima. La utilizaba mi abuela y nunca entendí por qué quería exactamente 375 gramos. También me llamaba la atención que ella preguntase sistemáticamente al vendedor si eran buenas las paraguayas. Qué le iba a contestar el frutero…
(Continuará pronto).
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