Nunca he entendido esa baratija literaria de “un 29 de julio de 1965” porque sólo ha existido uno. “El” 29 de julio de 1965, día fausto en que nací (fausto para mi madre y a pesar de los fórceps) , mi abuela materna hizo todo el trayecto entre la maternidad y su casa encharcando de lágrimas el piso del autobús. “¡El niño tiene una cabeza descomunal!”. Era su primer nieto y seguramente ella había esperado más justicia de Dios tras nueve meses de espera. No un milagro, pero algo más antropomorfo. El tiempo le concedió aquella merced, porque aunque mi cabeza sigue siendo del mismo tamaño que cuando yo era un bebé, mi cuerpo ha crecido un poco. Frisa los ciento sesenta y ocho centímetros de estatura. A los doce años, la abuela Lola me sorprendió haciendo una cama y se enfadó: “hay un montón de mujeres en la casa para que el varón ande doblando lienzos y acomodando embozos”. La abracé pensando que a los hombres se nos iban a acabar algunas prebendas en cuanto su generación caducase. Algún pervertido inventó después el microondas. Todas las gentes de edad provecta desconfiaron de ellos, pero mi abuela fue la primera que concretó la sospecha: “Es posible que el cacharro ése caliente sin llamas, pero luego todo se enfría muy deprisa. Estáis engañando a la comida y no puede ser”.
Yo había crecido entre los trebejos del club de ajedrez de Alcobendas, que ahora barrunto que era la tapadera del PCE en el pueblo durante la dictadura. Empecé a jugar con cuatro años, creo, y no recuerdo bien. Con veinte votaba a Izquierda Unida y traté de catequizar a mi abuela Lola para que hiciera lo mismo aprovechando que esa gente había sustituido la hoz y el martillo por unas letras rojas y verdes menos explícitas. El lenguaje de las imágenes había cambiado, pero no la dialéctica de hierro de Dolores, que desmontó el sistema electoral entero con argumentos poderosos:
– “No voy a ir a votar por tres razones. La primera, que el colegio electoral está muy cuesta arriba. La segunda, que los adoquines son canallas y la tercera, que votar luego nunca cambia nada”.
Los dos primeros juicios eran irrefutables y el tercero, una variante del teorema de Lampedusa, que dice que a veces es necesario cambiarlo todo para que todo siga como está. La abuela visionaria ya se estaba cargando el bipartidismo en los años ochenta del siglo XX. Aun así, pude convencerla para que superase la calle pina llevándola en un automóvil que me prestaron. Gané un voto para los rojos, pero Gerardo Iglesias tuvo la ocurrencia de aparecer después en el Telediario mostrando tras de sí un cartel con herramientas como hoces y martillos. La señora Dolores me gritó que yo era un imbécil y que ella había votado por mi culpa “¡a unos comunistas!” A todas horas mascullaba la que luego también llegaría a ser frase de cabecera de mi madre ante ciertas evidencias: “¡Qué necio eres, hijo mío!”. Más tautologías. Cuando cumplí veintitrés, la abuela castiza me espetó con sorna “¡Qué veintitrés gorrinos podríamos haber criado!” A veces, en lugar de hablar esculpía con la voz.
Íbamos a misa cada sábado por la tarde, pero ella nunca respondía al cura porque la misa aún se decía en latín en nuestra iglesia del barrio. Ella decía: “Nadie entiende nada. Responden como loros”. Todo un argumento conciliar de reflexión y casi cuarenta años de adelanto sobre el informe PIACC para adultos. Yo ya era un poco escéptico ante lo divino porque una tía paterna me había jurado que había muchas religiones, pero sólo una verdadera: precisamente, la nuestra. Le dije a la señora Dolores, con la parvedad de palabras que encontré aunque a esa edad ya era un ratón de biblioteca y un bicho raro, que aquella mentira gruesa me había hecho un poco ateo. Entre tantas, cómo iba a ser la buena justamente la nuestra. Lola, católica convencida, guardó silencio en lugar de buscar entre sus ropajes una rueda de molino que yo no me iba a tragar.
En enero hará quince años que murió Dolores López-Alberca Moreno. Viuda de Merinero.
Casi nada.
La ausencia de sus frases ha dejado un hueco insondable como el silencio atronador de aquel poema del oxímoron. Mi abuela maravillosa, que a los trece había cambiado el aula por el fogón. Que sin haber leído tenía voz eufónica de libro. Que hablaba como Demóstenes. Siempre insistió en que no debíamos ser racistas: “¿Cómo voy a mirar mal a los negros, hijo? ¿Qué culpa tienen los pobres de ser negros?”
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