Mantengo la teoría de que cuando uno va a votar en unas elecciones de la importancia de las generales lo hace pensando en el futuro de su país, intentando que la formación política que más se acerca a sus ideales pueda gobernar. Ninguna es la perfecta, ya que es imposible que encajen todas las piezas, pero hay que ceder en algunos principios para poder alcanzar otros. Es un equilibrio entre la cabeza y el corazón, que cada uno gestiona a su modo. Ni es bueno aplicar solo la cabeza, ni que todo sea corazón.
En estas elecciones, un sector de la derecha ha votado enfadado, con ira, y con una agresividad extrema contra el Partido Popular, y yo puedo entenderlo. Se han visto traicionados en la confianza que depositaron en esta formación política, tras asistir atónitos a una corrupción evidente, que ni Aznar, ni Rajoy supieron contener. Han visto como el independentismo catalán ha crecido sin freno aparente y se han visto reconfortados dentro de una formación política, como VOX, que lanzando mensajes fáciles ha llegado al electorado de una manera rápida, un bálsamo para el orgullo herido. Y esto hay que entenderlo y respetarlo.
Pero tras ese sentimiento de enfado y orgullo herido hay una realidad, que ese voto puede tener consecuencias distintas a lo que se pretende. Y eso es lo que ha sucedido en Álava, donde el dirigente popular, Javier Maroto, ha perdido su escaño por 383 votos, frente a Bildu, que se lo ha llevado finalmente. Resumiendo: el votante de VOX, queriendo dar su apoyo a una forma de entender España, se lo ha dado a otra que representa todo lo contrario.
Fíjense lo que ha sucedido: Bildu consiguió 24.687 votos, el PP llegó a los 24.304 y VOX se quedó en 5.587. Como esta última formación política no llegó al 3 por ciento y no le permitía acceder al cuarto diputado que se repartía en esta provincia, sus votos se repartieron proporcionalmente entre PNV, PSOE, Podemos, Bildu y PP, pero a éste último no le sirvieron para superar a los proetarras.
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