Las pasadas elecciones autonómicas y municipales están provocando una auténtica catarsis en el Partido Popular. La cascada de abandonos entre los barones que han cosechado un mal resultado electoral es el mejor ejemplo de que este partido necesita cambios profundos para afrontar el futuro con mejores garantías de éxito.
Lo lamentable es que algunos no se dieran cuenta de que antes de presentarse como candidatos deberían haber evaluado el daño que iban a causar al partido. Dos son los casos más significativos de esta falta de visión política.
El primero el de Alberto Fabra en Valencia. Su candidatura se debió en gran parte a su insistencia por liderar un proyecto que nacía muerto. Ni María Dolores de Cospedal, ni Rita Barberá, ni miembros de la dirección nacional querían que Fabra se presentara. Sabían que se iba a estrellar, a pesar de que en plena campaña electoral tuvo la osadía de reunir a los periodistas para decirles que tenía sondeos que le daban cuarenta escaños. Inaudito. Su error ha arrastrado al PP a una situación insostenible.
El segundo el de Juan Vicente Herrera en Castilla y León. En este caso, el culpable no ha sido el candidato, que se negó por activa y por pasiva a volver a optar a la presidencia de la Comunidad, sino el propio Rajoy que lo obligó. Por eso, el enfado de Herrera es monumental y explotó el martes en Onda Cero. Podía haber finalizado su carrera política por la puerta grande y ahora tendrá que salir por la puerta de atrás. Sus compañeros recuerdan las veces que Herrera quiso renunciar, la última en un almuerzo del presidente del Gobierno con los presidentes autonómicos, pero no lo dejaron.
Lo único bueno de estas deserciones es que el votante desencantado del PP ve que algo se mueve, que se asumen errores. Y eso es lo que hacía falta. Los que se quedan, candidatos que han rozado con las yemas de los dedos la mayoría absoluta, tendrán ahora que convencer a los suyos que han entendido el mensaje de castigo.
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