Este otoño que ha entrado entre tormentas, rayos y ríos de lava, ha dejado tras de sí un verano con alegrías inimaginables y una pena ya eterna. ¡Es lo que tiene la vida! Que lo mismo te da un espectáculo visual mesmerizante mostrando la fuerza de la naturaleza, que esa misma hermosura propia de un documental de los buenos de National Geographic, te da un guarrazo a mano abierta y se lleva toda tu vida en el mismo fotograma. La vida. ¡La colipoterra vida! Esa que nos empeñamos en ver a través de las omnipresentes redes sociales. Cada vez más redes y cada vez menos sociales. Con un Facebook que cada día más parece el camarín puritano del Mayflower. Un Instagram, feria y hoguera de las vanidades al mismo tiempo. Y un Twitter que, siempre lo he dicho, es lo más parecido a la batalla del Abismo de Helm de El Señor de los Anillos que se pueda encontrar en la vida normal. Un lugar plagado de orcos, trolls, y sin piedad. Aunque uno, que es más clásico, cada día me recuerda más a uno de los mitos que siempre más me fascinó, y creo que es su mejor analogía.
Me refiero al de Prometeo. El titán amigo de los hombres (y de las mujeres y de todos los géneros, sí, no me toquen los titanes) que robó la luz, el fuego, a los dioses olímpicos, para llevársela a la Humanidad. Una clara imagen de lo que era la verdad. El conocimiento. Cuando Zeus se enteró de tal cosa, le condenó a estar colgado y encadenado a una roca de tal modo que cada día, un buitre (hay quien habla de un águila, pero tal proceder lo veo impropio de tan majestuosa ave) vendría a comerle vivo su hígado. Hígado que volvería a crecerle por la noche para volverle a ser arrancado a mordiscos de manera salvaje. Cruel. Inmisericorde. Y, francamente, el simpático pajarillo celeste de tan popular red, donde la gente se informa, pero sólo para reafirmarse en sus convicciones y para ciscarse en el contrario, cada vez se parece más a un ave carroñera que a otra cosa.
El debate consiste en tal lugar digital, para que me entiendan los que no la frecuenten, en poner un trino (un tweet, se dice en inglés, y traduzco como creo debiera ser) diciendo: «¡Buenos días a todos!», y que una sarta de respuestas se engarcen con «¡Pues serán para ti!»; «¡Anda que ayer pusiste algo! ¿Ayer no lo eran?»; «Me ofende que invisibilices así a las mujeres»; «Otro boomer queriéndonos mostrar su superioridad de lo bien que vive»; «No sé por qué dices días, cuando sabes que en otros lugares es de noche. ¡Etnocentrista, xenófobo!». Ustedes dirán que este Espía Mayor exagera, fruto de que ya tiene unos años y que no entiende el lenguaje y formas de uso de este medio. Y yo les digo que no sólo no exagero, sino que me quedo corto. ¡Lo que he puesto es Versalles en un día de gala!
Hay días en que uno piensa que lo mejor que se puede hacer es coger el petate, y como dicen que dijo el cura Merino en el cadalso antes de que se le diera matarile, soltar un «ahí te quedas, pueblo idiota», y a hacer puñetas, que en España es labor entretenida, y en México, placentera. Pero luego ves que también hay buena gente, amigos, viejos y nuevos, y que merece la pena continuar. Seguir con el combate de esgrima dialéctica que te permiten los 240 caracteres. Reír de vez en cuando con las ocurrencias de auténticos genios anónimos. Compartir intereses comunes, y debatir y descubrir otros nuevos, o reflexionar sobre posturas ajenas. Hasta que, como se dice popularmente, viene alguien y lo jode.
Y lo jode de manera rastrera. Ruin. Miserable. Asquerosa. Que hace que el maldito pajarraco comehígados de Prometeo parezca el encantador Piolín. Como cuando tras la muerte de la periodista Elia Rodríguez, ahora reconocida con todos los méritos que antes se le negaban (ella, que era mujer refranera como gustaba de decir, seguro que hubiera exclamado aquello de «muerto el burro, la cebada al rabo»), aparecen personajes como César Vidal de manera cobarde a insinuar que alguien hace algo que hace que otra persona «cayera muerta» así, como de casualidad. Como hacen los cobardes, hace eso de tirar la piedra y esconder la mano. Una piedra que se convierte en lapidación provocada a un Jiménez Losantos que, uno no se va a meter con las decisiones de éste. Pero sí el que se use como pedrusco inicial la desgracia acaecida a una profesional intachable a la que hemos perdido por un accidente absurdo, pero tan real como las cifras que indican que es precisamente el hogar, el lugar donde se producen los accidente mortales más habituales. Independientemente de si tienes 30 o 60 años. Si te has vacunado o no. Si eres del Madrid o del Barça. Hombre o mujer.
De hecho, la mortalidad en España como consecuencias de accidentes domésticos es seis veces superior a la producida en el ámbito laboral, y más del doble de la registrada en los accidentes de tráfico. Como lo leen. Pero eso da igual para quienes les gusta seguir jugando a dioses en la redes y en sus publicaciones. Como Fernando Sánchez Dragó, que sobre la muerte de Elia ha escrito y publicado que fallecería «en extrañísimas circunstancias que seguramente nunca se esclarecerán». Claro que se han esclarecido. ¿Pero usted quién se ha creído que es para poner tal muerte en duda? No estaremos en el mejor de los países del mundo, pero vivimos en un lugar donde hay forenses, policía científica, jueces y fiscales, donde los habrá mejores y peores. Pero no creo que, para cumplir los húmedos sueños de los conspiracionistas y haters de Bilderberg, de pronto surja una conjura propia de novela de Dan Brown para tapar la muerte de Elia. Hay veces, decía Freud, que «un cigarro es sólo un cigarro». Y muchas veces una simple desgracia, una terrible para quien la ha sufrido y su familia, es sólo una puta desgracia. Nada más. Pero si la leen en Buitter, seguro que será otra cosa diferente y rocambolesca. La verdad, la luz de Prometeo, hace tiempo que dejó de brillar como debiera. Y aquella no le interesa a quienes no hacen más que vomitar estiércol para abonar sus espurios intereses, o darse pote inmerecido. Una pena.
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